Cora
era bella. A pocas lenguas se les escapaba hablar de ella. Las más bífidas se
retorcían aseverando que de oficio tenía el arte de la buena vida y del placer
ajeno. Cora taconeaba a seis centímetros sobre el suelo como si lo que se
contaba en la Tierra no fuera con ella. Colgaba su alma en una percha cada
mañana, sobre el grimorio que le entregó su abuela, para evitar así que se le
arrugara durante el día.
Cora
lucía un aspecto leonino que hacía mantenerse a los chacales a distancia. Las
venas le sobresalían del cuello como arroyos desbordados. Algunas decían que lo
hacía para provocar; el marketing de su negocio. Tenía los brazos esbeltos, el
pelo afilado y el hígado del revés. En él encajaba los golpes más duros, las
asechanzas más insidiosas y las copas más largas.En casa la esperaban sus dos paladines: Tigris y Eufrates, dos felinos que habían visto demasiadas cosas y habían callado muchas más.
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