viernes, 6 de julio de 2012

A seis centímetros sobre el suelo


 
Cora era bella. A pocas lenguas se les escapaba hablar de ella. Las más bífidas se retorcían aseverando que de oficio tenía el arte de la buena vida y del placer ajeno. Cora taconeaba a seis centímetros sobre el suelo como si lo que se contaba en la Tierra no fuera con ella. Colgaba su alma en una percha cada mañana, sobre el grimorio que le entregó su abuela, para evitar así que se le arrugara durante el día.
Cora lucía un aspecto leonino que hacía mantenerse a los chacales a distancia. Las venas le sobresalían del cuello como arroyos desbordados. Algunas decían que lo hacía para provocar; el marketing de su negocio. Tenía los brazos esbeltos, el pelo afilado y el hígado del revés. En él encajaba los golpes más duros, las asechanzas más insidiosas y las copas más largas.

En casa la esperaban sus dos paladines: Tigris y Eufrates, dos felinos que habían visto demasiadas cosas y habían callado muchas más.

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