Sigo escribiendo este diario novelado
como también sigo leyendo “El Danubio” y, a su vez, mientras los capítulos de
este libro van atravesando por los diferentes países de la cuenca del río
centroeuropeo, también voy leyendo otros libros que son como afluentes del
primero.
Escribe Magris que Kafka, en sus diarios,
«recuerda que su nombre hebreo era Amshel, un nombre en el que expresaba la
identidad humana que le era negada» para ser sólo Franz Kafka. Y en este diario
novelado que aquí escribo recuerdo que mi nombre checo es Pavel, y que al
escribir desde la terraza de este diminuto café de Praga siento, como explica
Hrabal, que a mí también me gusta la caída del día, ya que «me parece el único
momento en que puede pasar algo importante», incluso poder expresar la identidad
checa que en algún momento me fue negada.
I. En la habitación de mi hostal he
acabado de leer el libro “Una soledad demasiado ruidosa” de Bohumil Hrabal. El
ruido que durante sus páginas escucha el personaje, Haňťa, es el ruido del
cambio, el estridente sonido de las nuevas prensas de papel que lo engullen
todo, hasta su forma de vida: «Hace treinta y cinco años que prenso libros y
papel viejo, treinta y cinco años que me embadurno con letras, hasta el punto
de parecer una enciclopedia… soy una jarra llena de agua viva y agua muerta,
basta que me incline un poco para que me rebosen los más bellos pensamientos,
soy culto a pesar de mí mismo y ya no sé qué ideas son mías, surgidas
propiamente de mí, y cuáles he adquirido leyendo»
II. Bohumil describe con crudeza el
trabajo y también el cambio de los tiempos que se avecinan. Haňťa ha podido visitar
las nuevas fábricas con sus operarios uniformados, su disciplina, su hacer por
hacer y sabe que «comienza una nueva era con nuevas maneras de trabajar, con
nueva gente que bebe leche, aunque todo el mundo sabe que las vacas prefieren
morir de sed antes que tragar un solo sorbo de leche.»
III. Cuando he recogido la llave en
recepción, la hostelera me ha preguntado si iba a salir esta noche a dar una
vuelta. Al decirle que así lo haría ya que el anochecer es ese momento en el
que puede pasar algo importante, me ha dicho que no cruzara a la otra orilla del
Moldava. Sabía lo que quería decirme porque había leído ya el párrafo en el
que ello se explica, aunque ni ella ni yo hemos encontrado las palabras para
poder expresar que «en las cloacas del subsuelo de Praga se está llevando a
cabo una terrible lucha a muerte, una gran guerra entre dos clanes de ratas de
alcantarilla que habría de decidir cuál de ellos tiene derecho a todos los
residuos y a todos los excrementos que fluyen por las alcantarillas hacia
Podbaba». Aunque a mí no me preocupaba eso. Lo que sí temía era encontrarme con
el ayudante del verdugo del que habla Haňťa y que, como a él, me ponga un puñal
en el cuello y saque un trozo de papel y me lea un poema sobre los hermosos
paisajes de los alrededores de Ríčany, y después me pida disculpas diciendo que
ésa era la única forma de obligar a la gente a escuchar su poema. A eso sí que
le tenía pavor.
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