sábado, 27 de octubre de 2012

"El Coronel Chabert" de Honoré de Balzac




He extendido el mapa inventado de la literatura que estoy elaborando hasta los límites del Imperio Checo-literario, es decir, unas tres calles más allá de donde estoy hospedado. Después he bajado a almorzar. Cada mañana me encuentro con otro huésped, un hombre mayor que fue soldado y que baja al comedor con un sable envainado y abrochado a su cintura. Cuenta que llegó a coronel pero dejó de serlo cuando murió en la Batalla de Eylau, y que también fue Conde y ahora tampoco lo es porque, según comenta, estuvo enterrado bajo muertos y que ahora lo está entre vivos, «bajo actas, bajo hechos, bajo la sociedad entera, que se empeña en sepultarle.»

I. El viejo coronel me recuerda a Alois, el joven que saltó desde la ventana de mi habitación cuando era perseguido por la Gestapo. Ahora Alois me visita algunas noches con la única intención de recoger unos escritos que dejó escondidos en el cajón de la mesita. “Vengo a buscar mis escritos”. Eso comenta en voz baja, para no molestar en exceso. Y después, por la mañana, a las ocho, a la hora del almuerzo, me encuentro con Chabert que, mientras toma el café y unas tortas de maíz, me repite: «¿Hacen mal los muertos en volver?»
 
II. « Tan pronto como un hombre cae en manos de la justicia, deja de ser ya un ser moral, y es únicamente una cuestión de derecho o de hecho, de igual modo que a los ojos de los estadistas pasa a ser únicamente una cifra.»   Honoré de Balzac, “El Coronel Chabert”
 
III. Mientras acabo mi almuerzo observo el cráneo de Chabert. Es irregular como una piedra. Una enorme cicatriz recorre todo su hemisferio derecho hasta llegar a la ceja. Fue esa herida la que acabó con él. Entonces recordé a Zeus, y cómo aquejado de fuertes dolores de cabeza tras haberse comido a Metis, su amante, le pidió a Hefesto que le asestara con su hacha un golpe en la frente. Quería descubrir la causa del dolor. Y así fue como de un hachazo en su cráneo surgió Atenea, la diosa de la inteligencia y también de la guerra. Después subí a mi cuarto para escribir en mi dietario que aquella mañana había desayunado con el coronel Chabert y que, de su cráneo hendido, había surgido una diosa porque de una herida así, en lo único que se podía pensar, era que «por ahí había huido la inteligencia.»

lunes, 22 de octubre de 2012

Escriban despacio, dijo la mañana




Cogió la novela como si fuera la vida. El principio era excitante, por todo lo que iba a venir después y porque en el inicio de una novela predomina la imaginación del lector. De ahí hacia la mitad de la vida de la novela las expectativas crecían. Empezaba a conocer a los personajes, a las gentes que se iba cruzando por la calle y en el tren y a las sombras que tenía como vecinos. De ahí al final, la novela perdía fuerza. Siempre pensó que era porque ya había recorrido gran parte de ella y se le había hecho tan familiar que le aburría pero no era así. Cuando vio que a muchos les pasaba lo mismo empezó a pensar que era un problema de la novela, de la propia estructura de la vida. Y ahí era donde la novela dejaba de ser como la vida porque la novela ya buscaba un final, un final fascinante y que nadie hubiera pensado antes aunque los lectores, cuando llegan a él, intuyen ese colofón e intuyen, también, que toda novela tiene un fiasco y que la mayor parte de las veces ese fiasco se encuentra en el final y en las páginas que lo buscan.

 Cuando cogía un libro, antes de empezar a leerlo, pensaba en el final inesperado que le depararía. Un día, años atrás, había propuesto que las novelas se olvidaran del final, que no lo tuvieran, que acabaran abruptamente cuando unos de los personajes fuera caminando por la calle, por una de las calles de la eterna Roma con vistas al Tíber. Pero ese final cortante debía de llegar antes que el lector intuyera que la novela se encaminaba hacia un desenlace. A partir de ese momento el resto de las hojas que aparecieran en el libro, a modo de epílogo, serían meras notas o apuntes, el texto que aparece en los billetes de autobús romanos o la cuenta del almuerzo en una cafetería. Todo para dar sensación de continuidad y que no se previera, mientras se sostenía el libro en las manos que, cincuenta páginas antes de la última página, el escritor había decidido poner punto y final a la novela.

 Aquella mañana el gris de los adoquines se confundía con el color del cielo. Pensó que por la noche habían llovido adoquines y que siempre llueve lo que se necesita. Pasó por el mercado y en los puestos de frutas todas las mujeres le parecían Sofía Loren. Dejó atrás el caótico mercado y, dejándose llevar, tomó una de las calles que daban al Tíber.

viernes, 19 de octubre de 2012

"Quién soy yo" de Bohumil Hrabal




Anoche le pregunté a mi hostelera el camino para llegar a la taberna El Tigre de Oro. Antes de arrugar la frente me dijo que su marido podría ayudarme pero que murió, y que es en momentos como ese cuando más le echaba en falta. Su frente arrugada era un mapa de la ciudad y entonces recordé que Hrabal escribió que mentir era lo que  mejor hacía, inventarse situaciones que no había vivido, y que tal vez escribió sobre El Tigre de Oro aunque esa taberna no existiera, como yo escribo sobre Praga sin haber estado nunca en Praga y sin saber, siquiera, si alguien ha estado alguna vez allí.

I. «Y ya que leo mucho, cito muchas cosas, y ya que cito muchas cosas, olvido su fuente. De hecho soy un ladrón de cadáveres, un profanador de nobles sarcófagos. Ése es mi carácter, y en este campo soy un innovador y un experimentador, no hago más que permanecer al acecho para atisbar mi presa, entre escritores y pintores, muertos o vivos, para luego, como una zorra, barrer con la cola las huellas que conducen al lugar del crimen.»   “Quién soy yo” de Bohumil Hrabal

II. Fue afeitándome delante del espejo cuando descubrí mi nueva identidad checa. Quien veía en el espejo era yo pero no lo era o había dejado de serlo. Sé que el agua de algunas ciudades, al tomarla, o sólo al tocarla, se lleva lo que habías sido por el desagüe. De eso también escribe Hrabal en algunos párrafos de su libro, de los dobles de uno mismoY explica que Goethe vio acercarse una carroza y cuando se cruzó, era su carroza que ya volvía de Italia. Al encontrarse consigo mismo, anotó aquel encuentro insólito.Y mientras me veía en el espejo, me diagnostiqué que padecía de una nueva identidad, y que este hecho insólito también debía anotarlo en mi dietario y así lo hice.

martes, 16 de octubre de 2012

La gran crecida


 
 
Dada la sequía, los libros salieron a buscar ideas aunque en ello les fuera la vida.
 
Nota: Durante la crecida del Sena de 1910


viernes, 5 de octubre de 2012

Historias con Hemingway




Vuelvo a la terraza del Café. Si me atraen es por algo, me digo. No sé el motivo, ni importa. Inventé una profesión a la que me dedico: la de idear nombres para Cafés. Es una labor a la que me aplico con vehemencia. Cada Café tiene su nombre. A veces una chica se sienta en una mesa, justo delante de la mía, y entonces me imagino a Hemingway y pienso en París y en lo que estoy escribiendo y en las mesas con patas metálicas fijadas al suelo y es, en ese momento, cuando surge ese único nombre. Entonces pido otro café mientras la chica se levanta y se acerca a la barra a pagar. Y de ese modo, como Hemingway dejó escrito, sigo escribiendo.

Tengo un tío que es pescador. Pesca desde una roca. Cuando lanza el anzuelo parece que está cazando una mariposa, el gesto es parecido. A mí todos los peces me parecen el mismo, no los distingo. Lo mismo me pasa con muchas personas, no las distingo. Tampoco distingo el aroma que desprende la cocina cuando un pescado está siendo cocinado, parece que todos están condimentados con la misma salsa. El otro día cuando mi tío estaba pescando le dije que me recordaba a Hemingway: “Me recuerdas a Hem”, le dije. Entonces se subió el jersey de cuello alto hasta rozarlo con la barba. “Pescar es algo muy serio. No puedo pescar y escucharte al mismo tiempo. Si no distingues un pez serás incapaz de distinguir nunca a una persona. Si llevaras viniendo cincuenta años aquí, cada noche, a esta roca, sabrías de lo que te estoy hablando”.

«Una chica entró en el café y se sentó sola a una mesa junto a la ventana. Era muy linda, de cara fresca como una moneda recién acuñada si vamos a suponer que se acuñan monedas en carne suave de cutis fresco de lluvia, y el pelo era negro como ala de cuervo y le daba en la mejilla un limpio corte en diagonal. La miré y me turbó y me puso muy caliente. Ojalá pudiera meterla en mi cuento, o meterla en alguna parte, pero se había situado como para vigilar la calle y la puerta, o sea que esperaba a alguien. De modo que seguí escribiendo.»     
Ernest Hemingway, “París era una fiesta”