lunes, 22 de octubre de 2012

Escriban despacio, dijo la mañana




Cogió la novela como si fuera la vida. El principio era excitante, por todo lo que iba a venir después y porque en el inicio de una novela predomina la imaginación del lector. De ahí hacia la mitad de la vida de la novela las expectativas crecían. Empezaba a conocer a los personajes, a las gentes que se iba cruzando por la calle y en el tren y a las sombras que tenía como vecinos. De ahí al final, la novela perdía fuerza. Siempre pensó que era porque ya había recorrido gran parte de ella y se le había hecho tan familiar que le aburría pero no era así. Cuando vio que a muchos les pasaba lo mismo empezó a pensar que era un problema de la novela, de la propia estructura de la vida. Y ahí era donde la novela dejaba de ser como la vida porque la novela ya buscaba un final, un final fascinante y que nadie hubiera pensado antes aunque los lectores, cuando llegan a él, intuyen ese colofón e intuyen, también, que toda novela tiene un fiasco y que la mayor parte de las veces ese fiasco se encuentra en el final y en las páginas que lo buscan.

 Cuando cogía un libro, antes de empezar a leerlo, pensaba en el final inesperado que le depararía. Un día, años atrás, había propuesto que las novelas se olvidaran del final, que no lo tuvieran, que acabaran abruptamente cuando unos de los personajes fuera caminando por la calle, por una de las calles de la eterna Roma con vistas al Tíber. Pero ese final cortante debía de llegar antes que el lector intuyera que la novela se encaminaba hacia un desenlace. A partir de ese momento el resto de las hojas que aparecieran en el libro, a modo de epílogo, serían meras notas o apuntes, el texto que aparece en los billetes de autobús romanos o la cuenta del almuerzo en una cafetería. Todo para dar sensación de continuidad y que no se previera, mientras se sostenía el libro en las manos que, cincuenta páginas antes de la última página, el escritor había decidido poner punto y final a la novela.

 Aquella mañana el gris de los adoquines se confundía con el color del cielo. Pensó que por la noche habían llovido adoquines y que siempre llueve lo que se necesita. Pasó por el mercado y en los puestos de frutas todas las mujeres le parecían Sofía Loren. Dejó atrás el caótico mercado y, dejándose llevar, tomó una de las calles que daban al Tíber.

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