viernes, 9 de noviembre de 2012

La estatuilla



 
El día que Roncesvalles trajo la estatuilla a casa, Martín se había instalado en el balcón. Había sacado una silla y desde allí, sentado, observaba como jugaban al balón otros chicos del barrio. También miraba como las palomas huían cuando la pelota rodaba hacia ellas. Sobre la mesa, Roncesvalles desenvolvió el paquete y la figura, de tres palmos de altura, quedó al descubierto. En la plaza los chicos que habían jugado a la pelota ahora lo hacían a las canicas. Desde el balcón no se veían bien las bolas pero sí los gestos de alegría y decepción. Roncesvalles canturreaba para atraer la atención de Martín pero sólo Siracusa, el mastín, alzó un poco la cabeza para ver que sucedía. La plaza se había quedado vacía. Martín se giró y miró la estatuilla. Roncesvalles adoptó, de forma cómica, la posición de la figura. Entonces el chico recordó el gesto que su madre le enseñó antes de ausentarse: “Así, Martín, siempre podrás reír sin reír.”