Leo un cuento de Carver. Un día debería
de escribir un cuento. Uno de esos breves de dos páginas o tres. Debería de
proponerme escribir un cuento al año. Si lo hiciera, de aquí a diez años
tendría diez cuentos, y veinte de aquí a veinte años. Escribiría un cuento
sobre un tema corriente y así podría tener cuentos sobre cada tema corriente
que se me ocurriera. Y ninguno tendría un final sorprendente. Todos tendrían
finales corrientes. Y si en un cuento lloviera en otro no lo haría, para no
repetirme.
I. «-Ahí tiene pan y mantequilla -le
dije, bebiendo parte de mi copa-. Y ahora recemos.
El ciego inclinó la cabeza. Mi mujer me
miró con la boca abierta.
-Roguemos para que el teléfono no suene y
la comida no esté fría -dije.»
Raymond
Carver, “La catedral”
II. Hemingway imaginó que se podía omitir
cualquier parte de un cuento a condición de saber muy bien lo que uno omitía.
Esa parte omitida comunicaba más fuerza al relato y le daba al lector la
sensación de que en el cuento había mucho más de lo que se había expuesto.
«Bueno, pensé, así me salen los cuentos ahora, que nadie los entiende.»
III. “El gato bajo la lluvia” no es el
mejor cuento jamás escrito.
IV. El otro día se encontró con un
vendedor en la calle. Vendía una licencia de armas de segunda mano. Estaba un
poco arrugada y la foto de carnet algo borrosa. Comentó que el fotógrafo era
mediocre pero que a él le valía porque así habría más personas que podrían
comprársela: El mundo anda lleno de rostros desenfocados, me dijo.
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