Cada
pocos metros, cada pocos pasos, surge del suelo un pebetero cubierto de tierra,
colillas, arenisca y agua, y de él una llama con forma arborescente que a cada
chispazo desprende una hoja; la piso y la pisan y la pisamos los espantapájaros
de brazos caídos que perturbamos la calle, mientras el viento, entre tímido y
entrecortado, me golpea ahora de frente arrastrando pensamientos y recuerdos de
los que me preceden.
Sólo
cuando una moto aparca sobre la línea que sigo, reacciono y levanto la cabeza.
Allá a lo lejos, a lo alto, no veo molinos agresivos ni fantasmas de Don
Quijote, no escucho el ladrido del galgo que atado a una farola ni pestañea
buscando a su dueño, no veo al dueño que atado a una armadura compra el pan nuestro
de cada día. Bostezo de atontamiento.
Cerca
de L´ Illa, subiendo por Numancia, cedo con un pie a la tentación y bajo del
bordillo, evitando así el mosaico de baldosas con sus petroglifos en forma de
margarita de cuatro pétalos que florecen en el suelo. Me quiere, no me quiere,
me quiere y al segundo no me quiere me acaba odiando de pura inquina.
El otro
día, un día de lluvia, un día de perros con gabardina, ceñido al estrecho
refugio que me otorgaba el balcón de un primer piso, con prisas y mirando al
cielo, vi a un indigente, tumbado y a buen recaudo, con pausa, rascándose las
costillas con una mano y con la otra sosteniéndose la nuca observando como
corrían los viandantes y pensando, imagino, cómo estos espantapájaros desmañados no saben
ya ni mojarse.