jueves, 27 de septiembre de 2012

Praga, a las afueras de París (II)



Acabo de mirar por la ventana. Lo he hecho en silencio para no interrumpir el sueño de los otros huéspedes del hostal. Desde la ventana tengo una visión estupenda de los suburbios de Praga, a las afueras de París. Desde aquí he podido diseñar, en el mapa concentrado de la literatura que estoy elaborando, el trazado de una nueva calle: la calle Miroslav Hašek, que podría, con el tiempo, devenir en avenida.

I. Desde mi ventana puedo ver, como veía Luc, el personaje de Enric de la Ville-Maat, como al anochecer, siempre a la misma hora, se cierra, al otro lado de la calle, el ala de una ventana. Y como le sucede a Luc, me parece estar presenciando ese espectáculo único desde un palco privilegiado sintiendo como «en ese momento mágico alguien se envuelve en una capa y se dispone a salir de noche», y que quien se envuelve en esa capa no es alguien anodino sino «el vampiro de la casa de enfrente».

II. Mañana me levantaré temprano. Mi hostelera me ha dicho que el desayuno se sirve a las ocho y que a las ocho y media se deja de servir. Será un desayuno efímero. También me ha contado que en la habitación en la que estoy se alojó Alois Havel en la época del protectorado. Perseguido por la Gestapo, Alois, abrió la ventana en la que estoy apoyado, puso su mano en la cornisa y, antes de ser arrestado, brincó hacia el vacío de un salto, también efímero. Ahora estoy aquí apoyado en la jamba de la ventana, recordando a Alois y viendo París a lo lejos, a las afueras, y anotando en la agenda que, en el hostal, mañana, la comida se sirve a la una y que a la una y media se deja de servir.

viernes, 21 de septiembre de 2012

Praga, a las afueras de París




En el diario novelado que sigo escribiendo he elaborado un mapa concentrado de la literatura que coincide casi exactamente con el de los mejores Cafés. En él aparecen varias ciudades, aunque predominan dos: París y Praga, que, casi sin fronteras, se unen en mi mapa inventado en un gran suburbio, por lo que puedo decir que en este momento me encuentro en Praga, a las afueras de París.

I. Mi hostelera me ha dicho que si he de salir, al volver, no haga ruido ya que los otros huéspedes tienen la costumbre de irse a dormir pronto y no sería conveniente molestarlos. Le he dicho que esta noche estaré solo, como la noche anterior y la anterior a esa y que así, de esa forma, mañana me despertaré «sobre una espalda dura, y en forma de caparazón» y que no saldré de mi habitación, que únicamente miraré por la ventana hacia «la tranquila pero central Charlottenstrasse» y que, por lo tanto, no se preocupe, ya que no suelo conversar en voz alta cuando estoy solo. Lo que no sabía es que esa conversación se iba a repetir constantemente durante la noche, aunque en voz baja. Esa interminable y repetitiva conversación me ha hecho pensar en la soledad, en las espaldas duras como caparazones y en la causa por la que no viajo acompañado a los lugares a los que, algún día, quisiera volver. Y así es como mirando por la ventana me he dicho, en voz baja, al estar solo, que viajar a un lugar con alguien querido me impediría volver a ese lugar cuando esa persona ya hubiera muerto, porque un lugar queda unido a la persona que te acompaña y la imagen de una calle es la imagen de esa persona caminando por esa calle. Por eso ahora en esta habitación, en este hostal, en esta maravillosa ciudad, estoy solo porque sé que así algún día aquí volveré.

II. Pronto viajaré a París que, en mi mapa imaginado, está a la vuelta de la esquina. Llegaré al atardecer a la rue des Lombards, una calle peatonal repleta de Cafés y mesas con patas forjadas en hierro. Siempre he pensado que la denostada rue des Lombards era una de esas zonas neutras sobre las que escribe Modiano en el Café Condé: «Había en París zonas intermedias, tierras de nadie en donde estaba uno en las lindes de todo, en tránsito, o incluso en suspenso».  Y es por eso por lo que me alojaré en esa calle, porque es un lugar en las lindes de todo, un lugar que no pertenece a nada, casi en el abismo y, tal como recuerda Enric de la Ville-Maat refiriéndose a un escrito de Kafka, es un lugar que «está fuera de aquí» y por lo tanto «tal es mi meta»: una calle de París, a las afueras de Praga.

viernes, 14 de septiembre de 2012

Teatro del revés



El otro día le propusieron a un conocido jugar un partido individual de tenis. Tan individual fue el partido que sólo él sería el jugador. No había pelotas ni red pero los aplausos eran constantes. Se enfrentó a sí mismo con resolución mientras pensaba si los periódicos publicarían la noticia del partido de tenis de salón en la sección de deportes o en la de teatro. Entretanto escuchaba los consejos de su entrenador: ”Échasela al revés”, y él así lo hacía. 

lunes, 10 de septiembre de 2012

“Una soledad demasiado ruidosa” de Bohumil Hrabal

                                                                                               Foto de Anita Noire








Sigo escribiendo este diario novelado como también sigo leyendo “El Danubio” y, a su vez, mientras los capítulos de este libro van atravesando por los diferentes países de la cuenca del río centroeuropeo, también voy leyendo otros libros que son como afluentes del primero.

Escribe Magris que Kafka, en sus diarios, «recuerda que su nombre hebreo era Amshel, un nombre en el que expresaba la identidad humana que le era negada» para ser sólo Franz Kafka. Y en este diario novelado que aquí escribo recuerdo que mi nombre checo es Pavel, y que al escribir desde la terraza de este diminuto café de Praga siento, como explica Hrabal, que a mí también me gusta la caída del día, ya que «me parece el único momento en que puede pasar algo importante», incluso poder expresar la identidad checa que en algún momento me fue negada.

 
I. En la habitación de mi hostal he acabado de leer el libro “Una soledad demasiado ruidosa” de Bohumil Hrabal. El ruido que durante sus páginas escucha el personaje, Haňťa, es el ruido del cambio, el estridente sonido de las nuevas prensas de papel que lo engullen todo, hasta su forma de vida: «Hace treinta y cinco años que prenso libros y papel viejo, treinta y cinco años que me embadurno con letras, hasta el punto de parecer una enciclopedia… soy una jarra llena de agua viva y agua muerta, basta que me incline un poco para que me rebosen los más bellos pensamientos, soy culto a pesar de mí mismo y ya no sé qué ideas son mías, surgidas propiamente de mí, y cuáles he adquirido leyendo»

II. Bohumil describe con crudeza el trabajo y también el cambio de los tiempos que se avecinan. Haňťa ha podido visitar las nuevas fábricas con sus operarios uniformados, su disciplina, su hacer por hacer y sabe que «comienza una nueva era con nuevas maneras de trabajar, con nueva gente que bebe leche, aunque todo el mundo sabe que las vacas prefieren morir de sed antes que tragar un solo sorbo de leche.»

III. Cuando he recogido la llave en recepción, la hostelera me ha preguntado si iba a salir esta noche a dar una vuelta. Al decirle que así lo haría ya que el anochecer es ese momento en el que puede pasar algo importante, me ha dicho que no cruzara a la otra orilla del Moldava. Sabía lo que quería decirme porque había leído ya el párrafo en el que ello se explica, aunque ni ella ni yo hemos encontrado las palabras para poder expresar que «en las cloacas del subsuelo de Praga se está llevando a cabo una terrible lucha a muerte, una gran guerra entre dos clanes de ratas de alcantarilla que habría de decidir cuál de ellos tiene derecho a todos los residuos y a todos los excrementos que fluyen por las alcantarillas hacia Podbaba». Aunque a mí no me preocupaba eso. Lo que sí temía era encontrarme con el ayudante del verdugo del que habla Haňťa y que, como a él, me ponga un puñal en el cuello y saque un trozo de papel y me lea un poema sobre los hermosos paisajes de los alrededores de Ríčany, y después me pida disculpas diciendo que ésa era la única forma de obligar a la gente a escuchar su poema. A eso sí que le tenía pavor.

viernes, 7 de septiembre de 2012

Ideas sueltas...




Cada día un escritor de literatura invisible se hace visible. Hay escritores que contribuyen a ello dándolos a conocer en sus libros. La literatura invisible no tiene un mapa cerrado, cada lector tiene su propia literatura invisible, aquella literatura que le es desconocida. Cuando se produce la visibilidad se traslada la frontera aunque se sabe que nunca, en este tema, se llegará a la última frontera. 

 «Que si soy sueco, me pregunta el ayudante del barbero. ¿Americano? Tampoco. ¿Ruso? ¿Entonces qué? A estas preguntas teñidas de nacionalismo me gusta contestar con un silencio férreo, dejando en la incertidumbre a quienes indagan sobre mis sentimientos patrióticos. O bien miento y digo que soy danés. Hay sinceridades que sólo sirven para herirnos y aburrirnos» R.Walser

 Cada vez que nos habla parece preguntar alguna cosa. Ayer cuando llegó nos dijo: “¿Hola?”

Le hizo una pregunta y él respondió otra cosa. No esperaba una respuesta determinada pero sí coherente a pesar de su avanzada edad. Cuando le dijo que iban a ir a una gasolinera a jugar al escondite él respondió que creía que no se le olvidaba nada.
Por la noche lo bajaron del coche y lo dejaron tras el surtidor del Diesel. Miró su mochila y sacó una linterna. Sabía que no volverían pero en su macuto llevaba de todo.  

sábado, 1 de septiembre de 2012

Café del Deseo número cuatro



El otro día caminaba por la calle de Verdi. Podía haber escrito que paseaba por la calle de Verdi pero no era así, caminaba. Para quien no la conozca diré que la calle de Verdi es una calle estrecha; estrecha para lo que estamos acostumbrados, algo oscura por las noches, casi en una penumbra apacible que no molesta a los ojos y con una falsa tentativa de parecer peatonal.

No sé si alguien estará leyendo esto en estos momentos, o lo hará en cualquier otro momento, pero me gustaría decirle que lo que aquí estoy escribiendo no es un cuento. Quizás esta apelación la debería de haber hecho al principio de este escrito pero, en el momento de empezar a contar lo sucedido, no tenía la sensación que esta historia pudiera tener apariencia de relato.

Me había desplazado hasta allí en busca de un café que me habían recomendado: el Café del Deseo número cuatro. Cuando me dieron las señas no me atreví a preguntar si el número cuatro era el número de la calle de Verdi en el que se hallaba el café o, en cambio, formaba parte del nombre del local. Al llegar a la esquina con la calle de la Perla pregunté a una persona que pasaba por allí. Me referí al café como Café del Deseo, sin el número cuatro. “No me suena pero sube más, por allí hay muchos bares”, me dijo.

Otras veces me había pasado. Tenía la sensación que lo que realmente estaba buscando era una puerta falsa. Sé que en Barcelona las hay y que algún día me encontraría con una de ellas. Decían los egipcios que por las puertas falsas se colaban las deidades para transitar de un mundo hacia el otro. Pues bien, esa sensación de saber que lo que me encontraría sería una pared con la forma de una puerta esculpida iba ganando fuerza.

Mientras miraba calle arriba con semblante despistado, parado cerca de un quiosco, volví a encontrarme a la chica que me había indicado anteriormente. “El Café del Deseo, ¿no será una puerta falsa?”, pensé en preguntarle, aunque desistí para no parecerle un poco atolondrado y, en cambio, teatralicé la pose de estar leyendo la portada de un diario que se había quedado sin vender en el escaparate de la librería Torrent.

Como la única indicación que tenía era que debía de subir calle arriba, así lo hice. Buscaba un letrero grande en el que cupieran las cinco letras que andaba buscando: Café del Deseo número cuatro. Esperaba encontrarme allí una cristalera oscura. Debía de ser oscura para que no pudiera verse el interior. Sería así para mantener el misterio hasta el final: “Hasta que no se cruza la puerta no descubrirás que hay en lo profundo del Café”

Cerca de una panadería que estaba ya cerrando y delante de un restaurant pude, finalmente, ver el rótulo: "Café del Deseo", el desperfecto causado por una pedrada que había producido la rotura del plástico en medio de la palabra número y un cuatro en cifras: “Café del Deseo n   ero 4”. Lo había encontrado, aunque no en las condiciones que esperaba. El local estaba cerrado, y por la apariencia de dejadez, debía de estarlo desde hace ya algún tiempo. Volvió entonces esa impresión que había tenido de haber hallado una de las puertas falsas de Barcelona. Allí, justo frente a mí, al lado de una panadería y delante de un restaurant de comida del Kurdistán, una puerta falsa pasaba desapercibida para todos en una calle con la falsa tentativa de parecer peatonal y en una penumbra, casi apacible, que no molestaba a los ojos.