domingo, 29 de septiembre de 2013

A medianoche, en la ventana




Ya son las diez. Podría escribir cosas hasta medianoche, pero a partir de las doce dejaría de hacerlo. Lo dejaría pero no por voluntad propia. A esa hora, desde mi balcón puedo ver la ventana iluminada del edificio de enfrente, y también al vecino encapuchado regando el parqué del comedor y un sofá.

 
El otro día me lo encontré en el supermercado. Se quejaba a la cajera que el embutido que había comprado había desarrollado moho en la superficie, y que amenazaba con infiltrarse hacia sus adentros. No me quedó claro en ese momento si los adentros eran los del embutido o los suyos propios. La cajera, con buen sentido corporativo, le dijo que ahí no vendían embutidos mohínos. Tampoco me quedó claro si la cajera confundió el término mohíno con enmohecido ya que el embutido tenía, realmente, un aspecto triste. La discusión prosiguió durante un buen rato hasta que el hombre encapuchado se quedó sin argumentos. Entonces salió del supermercado y se sentó en la terraza de un bar. Supongo que allí rumió para sus adentros y repaso la conversación que había tenido con la cajera, corrigiendo las frases en las que había sido poco incisivo. Al poco tiempo vi cómo se levantaba de la silla y se dirigía a su casa. La capucha y su trote desgarbado le daban un aspecto mohíno, lo que confirmaba que el moho ya estaba calando.

 
De aquí a un rato dejaré de escribir y me centraré en la ventana iluminada del vecino de enfrente. Lo hago desde hace varias semanas, siguiendo su evolución, y viendo como el encapuchado, en el entorno húmedo que ha ido creándose, ha empezado a desarrollar síntomas más propios de un hongo que de un hombre: «dormir, despertar, dormir, despertar, perra vida.»

 

(1) Cita final de Kafka  

jueves, 9 de mayo de 2013

Les bois de Combourg




Cuando Camus llegó al castillo de Combourg pidió visitar la habitación de Chateaubriand. Nada en lo íntimo del castillo era lo que había sido. La apariencia exterior seguía intacta, con sus muros orgullosos y torreones altivos. Pero el interior ya no era. Se había malogrado lo esencial, y Camus se percató y siguió su viaje con esa sensación de lo perdido.  


«C'est dans les bois de Combourg que je suis devenu ce que je suis.» 
René-Auguste de Chateaubriand

domingo, 28 de abril de 2013

Y la noche era barro en los zapatos




Sólo una vez fui solo al cine. Fui a ver una película que resultó ser romántica. Jamás pensé que aquella película acabara por tener tantas implicaciones, y que a partir de entonces jamás volviera a ir al cine solo. Con los años, he conseguido olvidarlo pero, a veces, vuelve un eco lejano. Entonces recuerdo que, por estar solo, lo estaba incluso en la sala; hasta el operador había desaparecido dejando que el proyector funcionara a su aire. Y cuando la primera bobina se terminó, a mitad de película, la pantalla quedó iluminada en blanco, el color de la solitud. Entonces me levanté de la butaca, abrí la puerta y salí del cine. 

Leo a Enric de la Ville-Satam. Un aforismo de Kafka que gustó a Jean-Luc Godard: «Lo positivo nos ha sido dado al nacer. A nosotros nos toca hacer lo negativo». Y añade Ville-Satam que Godard decía que no hay que olvidar que las imágenes del cine proceden de negativos, «la realidad no puede aspirar a la plenitud si no cuenta con su correspondiente contradicción y negativo».

Ahora lo recuerdo, y ha sido al pasar por la calle Caspe. Recuerdo exactamente el lugar en el que sólo una vez fui solo al cine. Fue en el Novedades. Al pasar por delante veo las taquillas tapiadas, porque el cine dejó de ser cine hace años y ahora es el esqueleto de lo que fue. No puedo asegurar que aquella noche, en la que estuve solo en la sala, el cine no hubiera dejado ya de serlo, y que el operador que dejó que el proyector funcionara a su aire no fuera el fantasma del cine Novedades. Y aunque la tentación de volver a entrar en la sala es fuerte, también es de noche, y como escribió Walser: «Me parecería indecoroso no tener miedo, pues entonces tampoco tendría valor, que no es sino la superación del miedo.»

jueves, 18 de abril de 2013

El Desconocido





Alto. Eso es lo que más me sorprendió cuando entró en la librería. Alto, porque años atrás no lo era, y esas cosas no cambian de un día para otro, incluso se podría decir que no cambian nunca.

Lo conocí hace tiempo, cuando comenzaba en el oficio: el de escritor. De eso vivió aquellos años: escribiendo cartas a los soldados que trataban de mantener, desde el frente, a sus novias en vilo. No es que me guste escribir cartas, me dijo el día que estaba redactando la mía, pero, de momento, no tengo otra alternativa, es más: nunca me falta el trabajo, siempre reponen a los soldados que fallecen.

Y mientras se acercaba al mostrador vi cómo su figura iba acrecentándose, y cómo su cara había envejecido y había empezado a agrietarse como una trinchera. Y si mi vida había cambiado, la suya también lo había hecho, porque ahora se dedicaba a escribir relatos breves, muchos de ellos sobre soldados que escribían a sus novias durante la guerra, incluso una vez que estos habían muerto: porque cuando se empieza una obra —leí en la contracubierta de su último libro— lo único que se puede hacer es acabarla de la mejor manera posible.

Los que alguna vez habíamos visitado al Escritor Desconocido —porque así lo llamábamos— nos percatamos inmediatamente de su desaparición. La policía militar nos indicó que se encontraba en paradero desconocido, lo cual nos pareció muy adecuado; incluso algunos, dándolo por muerto, propusieron levantar una tumba con un farolillo rojo que luciría las veinticuatro horas del día. Y así lo hicieron. Y algunas tardes subíamos a la colina en la que se hallaba el mausoleo, y fumábamos esperando el final de la guerra, sintiendo la tranquilidad mortecina que ofrecía aquel lugar: la tumba del Escritor Desconocido que realmente se encontraba en paradero desconocido.

Y ahora se hallaba frente a mí, casi treinta años después. Dejó un libro sobre el mostrador y me dispuse a cobrárselo. Cuando se empieza una obra, me dijo, lo único que se puede hacer es acabarla de la mejor manera posible. No supe qué responder. Su frase no indicaba que me hubiera reconocido, pero tampoco lo contrario. ¿Quiere una bolsa? Le dije, tratando de salir del paso. Mi nombre es Josephine, continuó. Volví a no saber qué responder. Jamás hubiera imaginado que el Escritor Desconocido se llamara realmente Josephine. Esta carta es para ti. Mientras lo decía, sacó de su bolsillo una hoja doblada y me la entregó. Entonces recordé a la novia que tuve durante la guerra, se llama así: Josephine, y al volver del frente estuve buscándola pero no logré dar con ella, hasta que la policía me notificó que se hallaba en paradero desconocido. Y la carta era de ella, de Josephine, y aunque me pedía perdón, me contó toda su historia con el Escritor Desconocido, y cómo ambos se conocieron y decidieron refugiarse en ese estado fantasmagórico que la policía denomina paradero desconocido y que no es más que un club de alterne con mucha niebla. Entonces reaccioné y le dije que la carta formaba parte de su obra, y que trataba de acabarla de la mejor manera posible; que su final estaba escrito y que lo escribieron unos soldados en la cima de una colina. Aunque esto no lo escuchó porque ya se había adentrado nuevamente en la niebla, posiblemente esta vez, por última vez.

miércoles, 10 de abril de 2013

Tenía nombre primaveral: Verdeer, se llamaba




10 de abril —La ropa que llevaba no me diferenciaba del resto. Me había puesto una camisa tricolor. Las camisas tricolores no permiten ninguna licencia; sólo, quizás, la de dejarse el botón del cuello desabrochado. La ropa en los personajes literarios pasa desapercibida. Para no serlo habría que hacer como un personaje de Kafka que «llevaba ropas raídas, con algún detalle de distinción, como por ejemplo corbata.»


El personaje de “El extranjero” no sentía aflicción, fue un hombre que debió de haber perdido la memoria. Pensar en “El extranjero” ha sido motivado por “Una casa para siempre”, un cuento de Enric de la Ville-Satam, y su inicio: «De mi madre siempre supe poco. Alguien la mató en la casa de Barcelona, dos días después de que yo naciera.»


Leo “El quadern gris”, el diario de Josep Pla. Me encuentro con ese juego de palabras que acompañan al nombre de un personaje: «En la esquina de la calle vive Roseta Alta, una mujer de una estructura física importante y elevada, como su nombre indica». 

Y este juego se repite incesante, como en el caso de un cuento de Verdeer : «Era alta y delgada como el tallo de un cereal. Incluso la palidez de su piel colaboraba en confundirla con una espiga de trigo. Pensé en acercarme a ella y decirle: Perdone, ¿La señora Triticum? Traigo un mensaje para usted.»



Llegó a la estación cuando ella todavía no lo había hecho. Por la mañana habían decidido coger el primer tren que pasara y llegar hasta el final del trayecto, e ir viendo cómo, poco a poco, el vagón iría vaciándose hasta quedarse solos, y hacerlo, y desear que en ese momento otro tren se cruzara por la otra vía. Y al llegar a la última estación, recorrer el pasillo del vehículo con gesto íntegro y declamar la frase de Sade que los había llevado hasta allí: «No, no, la virtud y el vicio, todo se confunde en el féretro.»

viernes, 5 de abril de 2013

Ideas sueltas II




I. Había llegado tarde a la comida. Aunque hacía calor vio que llevaba una camisa de mangas largas, como dos cañerías de aguas residuales. Fue sentarse frente a él y ver la mancha destacar, justo a la altura del inicio del estómago, allí donde acaba el esternón. Estaba comiendo un guiso de la casa y, aunque ya le quedaba poco en el plato, una parte, del tamaño de una judía, había ido a parar ahí, justo en el eje del cuerpo. Si la salpicadura hubiera caído en la zona del corazón hubiera podido imaginar que era una medalla pero ahí en medio parecía un tiro. Le fue difícil comer sin dejar de mirar constantemente el agujero de bala en el estómago del comensal que tenía delante y más difícil, si cabe, dejar de pensar si el disparo, siendo limpio, tendría también orificio de salida.

II. Sentirse cercano a alguien puede resultar una tarea agotadora. En el metro la gente se siente así; por eso, cuando se abren las puertas todos bajan raudos, sin despedirse,
buscando las escaleras mecánicas para salir a la calle y quejarse de lo distante que es la gente en la superficie.

III. «Un fabricante de antigüedades falsas, que obtenía el efecto de vejez a fuerza de disparos de perdigones y que dijo de una mesa: ahora basta con que nos tomemos en ella dos o tres cafés y podremos mandarla al Museo de Innsbruck.»  F. Kafka, “Diarios”

IV. Ha llamado a la puerta mi vecina checa. La tormenta la ha sorprendido saliendo del metro. Me ha comentado que aquí no estamos acostumbrados a la lluvia, que nos parece algo insólito, y que en su país no podrían actuar así, guareciéndose en casa, porque se pasarían meses sin poder salir a la calle. Después se ha quitado la camiseta porque la llevaba empapada y me ha dicho que los nogales del parque están imponentes, y que le recuerdan a su país, y a su tío que regentaba una funeraria.

domingo, 17 de marzo de 2013

Yo serví al rey de Inglaterra




Pasé la mañana en la Oficina Postal de Praga y después me fui al café de Jódl. En el café me senté en la mesa más próxima a la barra, allí por donde entraba y salía Darina con su bandeja llena de jarras de cerveza. En el fondo del local había un grupo de tertulianos que reían como morsas y se movían también como morsas. En otra mesa estaba el carnicero junto al verdugo, y mientras el carnicero escribía en una libretita, el verdugo asentía con la cabeza y alzaba tres dedos. Apoyado en la barra había un hombre mayor que bebía tragos cortos de ajenjo. Debía de tener por lo menos cien años pero aparentaba cien más. Recordé que Sebald escribió que «hay árboles que sobreviven más de un milenio y que al parecer se han olvidado por completo de morir», y el viejo de la barra parecía un árbol de esos, con muchos anillos, un árbol milenario que había perdido todo el interés por perecer.


I. Leo a Hrabal, “Yo serví al rey de Inglaterra”. Y cómo el mozo escucha la conversación de los que allí van a cenar. Y cómo discuten sobre si a las afueras del pueblo, hace treinta años, había un chopo o una pasarela, o las dos cosas o ninguna, y si la mejor cerveza es la Pilsen, la Protivín o la Bráník. También recuerda como un día dijeron que se había visto al veterinario con las chicas de la casa de lenocinio, y que al final se había quedado con Jaruska. Al mozo no le interesaban todas esas tonterías. No quería ver ni oír nada, lo único que le hubiera gustado hubiera sido poder visitar esa casa en el paraíso, porque así se llamaba la casa donde vieron al veterinario: El Paraíso.

II. Y cuando el mozo visitó El Paraíso, en la entrada se encontró con una mujer de pelo negro que le preguntó qué deseaba. Y lo que él deseaba era estar con ella, con Jaruska. Entones pensó que «El Paraíso era un lugar no bueno ni fantástico sino paradisíaco» y que cada semana ahorraría vendiendo salchichas calientes «porque ahora tenía una meta bella y noble». Y también recordó que su padre le decía «que mientras tuviera un objetivo, viviría bien, porque tendría un motivo para ir tirando», aunque eso ya no se lo contaría a Jaruska.




Cuando salí del café de Jódl me dirigí al hostal. Mientras subía a mi habitación me encontré a uno de los huéspedes que bajaba, nervioso, por las escaleras. Gritaba porque decía haberlo visto. Y lo decía envuelto en una manta negra, con la cara desencajada, como un murciélago que hubiera visto por primera vez a su rey: el vampiro de la casa de enfrente.

domingo, 10 de marzo de 2013

Un día de perros en las aceras




I. Son los sábados los que son subversivos. Se dejan atrás los cinco días de alienación y la concentración se centra en la vida y no en el trabajo. Los sábados son peligrosos. En cambio los domingos por la tarde se vuelven fangosos, como un reloj de arena al que se le ha añadido agua, o los restos del caldo de pollo.

II. He salido a pasear. La gente pasea los domingos. Los perros son menos complejos. Para ellos sólo hay dos tipos de días: el resto de días y los domingos. Es esa simplificación lo que les da la tranquilidad. Los domingos les llegan. Y sólo cuando llega el domingo saben que ese es el momento en el que salen a pasear sin prisas, sin el horario definido de tres micciones al día.

III. Cerca de la plaza de la estación he visto a un hombre. Flaco, desgarbado, y con un violín bajo el brazo. He escuchado que decía que dormía dos horas al día y que por las noches era cuando hacía las cosas más útiles. Entonces he pensado en lo que escribió Kafka y lo importante que son las noches para el hombre flaco, y que seguramente, y «desde que una vez le cortaron la luz eléctrica, debe de llevar una vela consigo» y una cerilla y un platito donde clavarla.

domingo, 3 de marzo de 2013

Así canta el cantor




El día que conocí a Cuervo podía ser un día como el de hoy: lluvioso y todos esos calificativos que siguen a los días lluviosos. De sus hombros caía una pelliza negra que al adherirse a sus extremidades parecía su propia piel. Cuando levantaba los brazos hasta ponerlos en cruz, manteniendo las manos caídas, parecía que iba a echar a volar.

Ayer volví a verlo. La impresión que me dio es que estaba siendo víctima de su propio nombre. Había desarrollado unas garras con las que se sujetaba a una rama y miraba hacia un lado y hacia el otro con golpes secos, como lo hacen las aves de corral. Escuché cómo comentaban que se había subido a un árbol. Otros, en cambio, decían que se había posado en una rama. Justo donde acababan las escaleras habían empezado a alzar unas rejas. Verlo allí me impresionó: estaban construyendo una jaula para él.

domingo, 17 de febrero de 2013

El escritor revolucionado



En el comedor del hostal de Praga me he encontrado con el viejo soldado que, mientras comía unas hojas de acelga, debía de estar pensando en la época que sirvió de dragón en los ejércitos napoleónicos. Mi hostelera me contó que, realmente, el viejo formó parte de la resistencia durante la invasión nazi y que una granada, lanzada con torpeza por un compañero, le estalló cerca de la sien, aunque no recuerda nada: «la violencia de la impresión había acabado con la impresión misma.» (1)

I. «El papel del escritor es inseparable de difíciles deberes. Por definición, no puede ponerse al servicio de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la sufren…
Cualesquiera que sean nuestras flaquezas personales, la nobleza de nuestro oficio arraigará siempre en dos imperativos difíciles de mantener: la negativa a mentir respecto de lo que se sabe y la resistencia a la opresión.»   Discurso de Albert Camus durante la entrega del Premio Nobel de Literatura de 1958.

II. Cuando Hrabal escribía que el hombre no podía descoserse de su época, se estaba refiriendo a eso, a la capacidad de no aparecer ligado a la neutralidad ante los acontecimientos, o de evadirse por omisión de la acción ante la injusticia. Y si ese hombre hubiera sido un escritor, como él, no hubiera sido de recibo que hiciera saltar los botones de su camisa tratando de desligarse de aquello que a todos aprieta, como tampoco lo sería de haber sido panadero.

III. Leo un párrafo de “El arte de la fuga” de Sergio Pitol: «Aquí se han de romper a hachazos las puertas de la tiranía para destruirlas, porque si las abrimos con su propia llave, quedarán en pie y volverán a cerrarse.»

IV. Magris, en “El infinito viajar”, advierte también de aquellos literatos que caen en «esa fácil retórica contestataria, listos para indicar metas sociales abstractas e imposibles con el fin de obtener de ello la autorización a desinteresarse de cada pequeño proceso concreto». Uno de esos pequeños procesos es el que cuenta Pitol cuando, en una manifestación en apoyo de los maestros, la participación de intelectuales fue muy importante; « no sólo estaban los muy jóvenes, sino también aquellos a quienes considerábamos como nuestros maestros… La respuesta no se dejó esperar: una represión desmedida.»


(1) Cita entrecomillada de W.G.Sebald 

sábado, 2 de febrero de 2013

Quijotes los hay, como el vino: por todas partes




Siendo así un loco, se subió a uno de los árboles más altos del parque. Desde allí, mirando al campanario esperó que el reloj marcara las cinco y treinta y seis, la hora en la que todos los locos del barrio recuperan por unos segundos la cordura. Y al verse allí, en la copa de un pino, sumido en un disparate, poder refrendar su trastorno y admitir que la sensatez a veces parece invisible, como la honestidad.

I. Escribe Magris que en el Toboso hay un centro Cervantino al que los jefes de Estado y de gobierno del mundo envían, con dedicatoria, preciadas traducciones del Quijote en los idiomas de sus países. Sólo Hitler, en los años treinta, no envió un ejemplar del Quijote sino una edición de Los Nibelungos, «con una firma diminuta que casi no se ve, un garabato retorcido, letras en posición fetal.»

II. «Después de haberme dicho que los dragones no existían, me condujo a su guarida.» Ken Kesey ,“Alguien voló sobre el nido del cuco”

III. Cuenta Milos, en “Trenes rigurosamente vigilados”, que su abuelo ejercía de hipnotizador en circos pequeños. «Toda la ciudad veía en su hipnotismo el deseo de hacer el vago toda la vida.» Pero cuando los tanques alemanes se presentaron a las puertas de Praga, «únicamente el abuelo fue a hacerles frente a los alemanes como hipnotizador, a detener los tanques que avanzaban con la fuerza del pensamiento.» Y de verdad lo hizo, detuvo el primer tanque hasta que se dio la orden de volver a avanzar y el abuelo de Milos no se movió y dejó su vida bajo las cadenas. «A partir de entonces, la gente de toda la región solía discutir. Unos gritaban que nuestro abuelo era un loco, los otros, que no del todo, que si todos se hubieran enfrentado con los alemanes como el abuelo, con las armas en la mano, quién sabe cómo hubieran terminado los alemanes.»

 

domingo, 27 de enero de 2013

Las uvas de la ira




-Yo no puedo hacer nada, sólo cumplo órdenes. Me mandaron a deciros que estáis desahuciados.
-¿Quiere decir que me echan de mi tierra?
-No hay por qué enfadarse conmigo. Yo no tengo la culpa.
-Pues, ¿quién la tiene?
-Ya sabes que el dueño de la tierra es la compañía Shawneeland.
-¿Y quién es la compañía Shawneeland?
-No es nadie, es una compañía.
-Pero tienen un presidente. Tendrán a alguien que sepa para qué sirve un rifle, ¿verdad?
-Pero hijo, ellos no tienen la culpa, el banco les dice lo que tienen que hacer.
-Muy bien, ¿dónde está el banco?
-En Tulsa, pero no vas a resolver nada. Allí sólo está el apoderado y el pobre sólo trata de cumplir las órdenes de Nueva York.
-¿Entonces a quién matamos?
-La verdad, no lo sé, si lo supiera te lo diría: yo no sé quién es el culpable.


"Las uvas de la ira", John Ford.

sábado, 19 de enero de 2013

El paseo de Sophie




I
Había estado caminando, esperando acumular el suficiente valor para entrar en el café. La indecisión le había permitido encontrarse en la calle con varios personajes. A algunos de los personajes sólo los había podido ver durante unos minutos, unos segundos, por lo que decidió que a estos los incluiría en un cuento. Si quería encontrar personajes para su novela debería poder seguirlos durante más tiempo, y también tener suerte ya que muchos se movían cerca de sus casas: la gente siempre se mueve cerca de su casa o de su trabajo, en círculos, y pronto desaparecen en un portal o en la entrada de un edificio de oficinas. Pensó en los turistas que deambulan todo el día de un lugar a otro y, aunque se alejaría del café en el que había concertado la cita, necesitaba acumular datos, una secuencia de datos, y si sus personajes, ahora un grupo de turistas venecianos, tomaban un autobús, este hecho le beneficiaría porque podría escuchar conversaciones que sólo se pueden escuchar en el transporte público y metería esas conversaciones en su novela. Los mejores diálogos siempre se les ocurren a otros.

II
Si un día había de morir, lo haría allí, en Honfleur, un pueblecito costero de Normandía.  Así lo había decidido hace tiempo y hasta allí había viajado cuatro veces en los últimos veinte años, cada vez que presentía el momento. La primera vez que se desplazó, trató de salir del pueblo dando un paseo y tomando la única calle que parecía conducir hacia el exterior. Le fue imposible, ya fuera por las dificultades del terreno o por los setos que los vecinos habían ido construyendo. Tuvo claro, esa primera vez que viajó a Honfleur para morir, sentado en una de las terrazas al borde del amarradero, que de allí no podría salir salvo que cayera realmente muerto y hubiera algún doctor en ese pueblo de muerte que lo pudiera certificar.

III
De la cita en el café de la calle Pau Clarís había pasado una semana y ahora se encontraba llamando a un timbre y entrando en un portal, desapareciendo en él como lo hacían muchos de sus personajes. En la cita previa habían pactado todos los términos. Subió al cuarto piso dispuesto, como siempre, a satisfacer las fantasías ocultas de su clienta. Según le contó el día de su cita en el café, Isabelle trabajaba en una empresa multinacional; era una mujer cargada de responsabilidad y deseosa que alguna vez la situación se le escapara de las manos, y que de las manos y de los pies la ataran a las cuatro esquinas de la cama y sentirse, de esa forma, a la intemperie, que soplara el viento a su aire. Se encontró, así, con un personaje que permanecería inmóvil durante las dos horas de la sesión. No necesitaría perseguirlo, pudiendo acumular datos de su carácter sin tener la necesidad de recorrer los lugares más turísticos de la ciudad. Y esta fantasía de su personaje podría convertirse, sin esperarlo, en una de sus fantasías, y la metería en su novela y la llamaría Sophie, y escribiría que tenía unas piernas bonitas, también unos pies bonitos, y que tenía la fantasía de la inmovilidad, y que esta ciudad de caminantes nerviosos, paulatinamente, acabaría yéndose al diablo.



domingo, 13 de enero de 2013

El americano impasible




He empezado a leer “El americano impasible” de Graham Greene, quizás por buscar algo de aventura. Ha sido sólo el primer capítulo. He dejado el libro un momento en el sofá. De Greene ya había leído “El tercer hombre”, una obrita que le sirvió de esquema para escribir el guion, junto a Alexander Korda, de la película del mismo nombre que dirigió Carol Reed. De esta película recuerdo a Alida Valli, el diálogo en la noria del Prater entre Wells y Joseph Cotten, la música de cítara, la huida por las alcantarillas y la escena final a la salida del cementerio.

Nuevamente en el sofá he vuelto a coger el libro. Leo que existe la superstición entre las mujeres vietnamitas que un amante que fuma opio siempre vuelve y que «el opio puede dañar la capacidad sexual del hombre, pero ellas prefieren un amante fiel a uno potente.» Pienso, mientras leo, en el sueño del opio. Son sueños breves, de diez minutos; despiertas y vuelves a soñar, otros diez minutos. Y no dejo de pensar en el opio, y ahora lo veo como una telaraña, y también pienso en sus efectos sobre la capacidad sexual, y en que deben de ser un mito: este tipo de efectos adversos siempre lo son. 

«Es un buen tipo a su manera. Serio. No es uno de esos sinvergüenzas estrepitosos del Continental. Un americano impasible.»

sábado, 12 de enero de 2013

La probabilidad de escribir




Esta mañana no he almorzado.  Algunas veces no lo hago. Después he pensado en los escritores de la tercera vía. Todavía no hay escritores de este tipo pero aparecerán. Una de las características de los libros que imaginarán los escritores de la tercera vía será la de no matar al libro con un final previsto. Los finales suelen ser, generalmente, flojos. Por eso, a partir de la página 60, en sus libros, sólo aparecerán hojas en blanco. El blanco como reconocimiento: "Disculpen que no acabe este libro"

I. Leo en un artículo de Enric de la Ville-Maat las causas que le llevaron a ser escritor: «Vi a Mastroianni en La noche de Antonioni; en esa película -que se estrenó en Barcelona cuando tenía yo dieciséis años- Mastroianni era escritor y tenía una mujer (nada menos que Jeanne Moreau) estupenda: las dos cosas que yo más anhelaba ser y tener.»

II. Escribe Vidal-folch en “Lo que cuenta es la ilusión”, que para hacer algo significativo en la literatura se precisa talento, suerte y voluntad. «Con talento pero sin voluntad no se llega a nada. Con voluntad y sin suerte, tampoco. Etcétera.»

III. «También los escritores efectúan a menudo, como los generales, los más prolongados preparativos antes de avanzar para el ataque y atreverse a librar una batalla o, en otras palabras, lanzar un artilugio o libro al mercado, lo que suena desafiante y excita por tanto con fuerza potentes contraataques. ¡Los libros atraen las recensiones, y a veces estas son tan enconadas que el libro ha de morir y el autor tiene que desesperarse!»  R. Walser

IV. Ser escritor es una probabilidad. En estadística, la figura del outsider es aquella que se distancia de la media, de la normalidad de una muestra. En la realidad actual, ser escritor es dejar de ser un outsider.

V. «Para ser escritor había que escribir, y además escribir como mínimo muy bien.» Enric de la Ville-Maat

miércoles, 2 de enero de 2013

Un universo en tus manos

 


«Cuando empiezo a escribir, recuerdo siempre algo que leí de Italo Calvino, y me doy cuenta de la razón que tiene. Antes de ponerte a escribir tienes el universo entero en tus manos, pero cada palabra que vas añadiendo va cerrando el ángulo. Al cabo de dos o tres páginas, todo lo que has decidido, lo que has escrito, excluye lo demás, y eso provoca una sensación de vértigo: la certeza de que la primera frase condiciona el resto del relato.»

Enrique Vila-Matas



Nota: Extraído del blog de Jean Larser, "Correcciones de estilo y edición de textos"