Alto. Eso es lo que más me sorprendió
cuando entró en la librería. Alto, porque años atrás no lo era, y esas cosas no
cambian de un día para otro, incluso se podría decir que no cambian nunca.
Lo conocí hace tiempo, cuando comenzaba
en el oficio: el de escritor. De eso vivió aquellos años: escribiendo cartas a
los soldados que trataban de mantener, desde el frente, a sus novias en vilo.
No es que me guste escribir cartas, me dijo el día que estaba redactando la
mía, pero, de momento, no tengo otra alternativa, es más: nunca me falta el
trabajo, siempre reponen a los soldados que fallecen.
Y mientras se acercaba al mostrador vi
cómo su figura iba acrecentándose, y cómo su cara había envejecido y había
empezado a agrietarse como una trinchera. Y si mi vida había cambiado, la suya
también lo había hecho, porque ahora se dedicaba a escribir relatos breves,
muchos de ellos sobre soldados que escribían a sus novias durante la guerra,
incluso una vez que estos habían muerto: porque cuando se empieza una obra —leí
en la contracubierta de su último libro— lo único que se puede hacer es
acabarla de la mejor manera posible.
Los que alguna vez habíamos visitado al
Escritor Desconocido —porque así lo llamábamos— nos percatamos inmediatamente
de su desaparición. La policía militar nos indicó que se encontraba en paradero
desconocido, lo cual nos pareció muy adecuado; incluso algunos, dándolo por
muerto, propusieron levantar una tumba con un farolillo rojo que luciría las
veinticuatro horas del día. Y así lo hicieron. Y algunas tardes subíamos a la
colina en la que se hallaba el mausoleo, y fumábamos esperando el final de la
guerra, sintiendo la tranquilidad mortecina que ofrecía aquel lugar: la tumba
del Escritor Desconocido que realmente se encontraba en paradero desconocido.
Y ahora se hallaba frente a mí, casi
treinta años después. Dejó un libro sobre el mostrador y me dispuse a
cobrárselo. Cuando se empieza una obra, me dijo, lo único que se puede hacer es
acabarla de la mejor manera posible. No supe qué responder. Su frase no
indicaba que me hubiera reconocido, pero tampoco lo contrario. ¿Quiere una
bolsa? Le dije, tratando de salir del paso. Mi nombre es Josephine, continuó.
Volví a no saber qué responder. Jamás hubiera imaginado que el Escritor
Desconocido se llamara realmente Josephine. Esta carta es para ti. Mientras lo
decía, sacó de su bolsillo una hoja doblada y me la entregó. Entonces recordé a
la novia que tuve durante la guerra, se llama así: Josephine, y al volver del
frente estuve buscándola pero no logré dar con ella, hasta que la policía me
notificó que se hallaba en paradero desconocido. Y la carta era de ella, de
Josephine, y aunque me pedía perdón, me contó toda su historia con el Escritor
Desconocido, y cómo ambos se conocieron y decidieron refugiarse en ese estado
fantasmagórico que la policía denomina paradero desconocido y que no es más que
un club de alterne con mucha niebla. Entonces reaccioné y le dije que la carta
formaba parte de su obra, y que trataba de acabarla de la mejor manera posible;
que su final estaba escrito y que lo escribieron unos soldados en la cima de
una colina. Aunque esto no lo escuchó porque ya se había adentrado nuevamente
en la niebla, posiblemente esta vez, por última vez.