El día que conocí a Cuervo podía ser un
día como el de hoy: lluvioso y todos esos calificativos que siguen a los días
lluviosos. De sus hombros caía una pelliza negra que al adherirse a sus
extremidades parecía su propia piel. Cuando levantaba los brazos hasta ponerlos
en cruz, manteniendo las manos caídas, parecía que iba a echar a volar.
Ayer volví a verlo. La impresión que me
dio es que estaba siendo víctima de su propio nombre. Había desarrollado unas
garras con las que se sujetaba a una rama y miraba hacia un lado y hacia el
otro con golpes secos, como lo hacen las aves de corral. Escuché cómo
comentaban que se había subido a un árbol. Otros, en cambio, decían que se
había posado en una rama. Justo donde acababan las escaleras habían empezado a
alzar unas rejas. Verlo allí me impresionó: estaban construyendo una jaula para
él.
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