domingo, 28 de abril de 2013

Y la noche era barro en los zapatos




Sólo una vez fui solo al cine. Fui a ver una película que resultó ser romántica. Jamás pensé que aquella película acabara por tener tantas implicaciones, y que a partir de entonces jamás volviera a ir al cine solo. Con los años, he conseguido olvidarlo pero, a veces, vuelve un eco lejano. Entonces recuerdo que, por estar solo, lo estaba incluso en la sala; hasta el operador había desaparecido dejando que el proyector funcionara a su aire. Y cuando la primera bobina se terminó, a mitad de película, la pantalla quedó iluminada en blanco, el color de la solitud. Entonces me levanté de la butaca, abrí la puerta y salí del cine. 

Leo a Enric de la Ville-Satam. Un aforismo de Kafka que gustó a Jean-Luc Godard: «Lo positivo nos ha sido dado al nacer. A nosotros nos toca hacer lo negativo». Y añade Ville-Satam que Godard decía que no hay que olvidar que las imágenes del cine proceden de negativos, «la realidad no puede aspirar a la plenitud si no cuenta con su correspondiente contradicción y negativo».

Ahora lo recuerdo, y ha sido al pasar por la calle Caspe. Recuerdo exactamente el lugar en el que sólo una vez fui solo al cine. Fue en el Novedades. Al pasar por delante veo las taquillas tapiadas, porque el cine dejó de ser cine hace años y ahora es el esqueleto de lo que fue. No puedo asegurar que aquella noche, en la que estuve solo en la sala, el cine no hubiera dejado ya de serlo, y que el operador que dejó que el proyector funcionara a su aire no fuera el fantasma del cine Novedades. Y aunque la tentación de volver a entrar en la sala es fuerte, también es de noche, y como escribió Walser: «Me parecería indecoroso no tener miedo, pues entonces tampoco tendría valor, que no es sino la superación del miedo.»

jueves, 18 de abril de 2013

El Desconocido





Alto. Eso es lo que más me sorprendió cuando entró en la librería. Alto, porque años atrás no lo era, y esas cosas no cambian de un día para otro, incluso se podría decir que no cambian nunca.

Lo conocí hace tiempo, cuando comenzaba en el oficio: el de escritor. De eso vivió aquellos años: escribiendo cartas a los soldados que trataban de mantener, desde el frente, a sus novias en vilo. No es que me guste escribir cartas, me dijo el día que estaba redactando la mía, pero, de momento, no tengo otra alternativa, es más: nunca me falta el trabajo, siempre reponen a los soldados que fallecen.

Y mientras se acercaba al mostrador vi cómo su figura iba acrecentándose, y cómo su cara había envejecido y había empezado a agrietarse como una trinchera. Y si mi vida había cambiado, la suya también lo había hecho, porque ahora se dedicaba a escribir relatos breves, muchos de ellos sobre soldados que escribían a sus novias durante la guerra, incluso una vez que estos habían muerto: porque cuando se empieza una obra —leí en la contracubierta de su último libro— lo único que se puede hacer es acabarla de la mejor manera posible.

Los que alguna vez habíamos visitado al Escritor Desconocido —porque así lo llamábamos— nos percatamos inmediatamente de su desaparición. La policía militar nos indicó que se encontraba en paradero desconocido, lo cual nos pareció muy adecuado; incluso algunos, dándolo por muerto, propusieron levantar una tumba con un farolillo rojo que luciría las veinticuatro horas del día. Y así lo hicieron. Y algunas tardes subíamos a la colina en la que se hallaba el mausoleo, y fumábamos esperando el final de la guerra, sintiendo la tranquilidad mortecina que ofrecía aquel lugar: la tumba del Escritor Desconocido que realmente se encontraba en paradero desconocido.

Y ahora se hallaba frente a mí, casi treinta años después. Dejó un libro sobre el mostrador y me dispuse a cobrárselo. Cuando se empieza una obra, me dijo, lo único que se puede hacer es acabarla de la mejor manera posible. No supe qué responder. Su frase no indicaba que me hubiera reconocido, pero tampoco lo contrario. ¿Quiere una bolsa? Le dije, tratando de salir del paso. Mi nombre es Josephine, continuó. Volví a no saber qué responder. Jamás hubiera imaginado que el Escritor Desconocido se llamara realmente Josephine. Esta carta es para ti. Mientras lo decía, sacó de su bolsillo una hoja doblada y me la entregó. Entonces recordé a la novia que tuve durante la guerra, se llama así: Josephine, y al volver del frente estuve buscándola pero no logré dar con ella, hasta que la policía me notificó que se hallaba en paradero desconocido. Y la carta era de ella, de Josephine, y aunque me pedía perdón, me contó toda su historia con el Escritor Desconocido, y cómo ambos se conocieron y decidieron refugiarse en ese estado fantasmagórico que la policía denomina paradero desconocido y que no es más que un club de alterne con mucha niebla. Entonces reaccioné y le dije que la carta formaba parte de su obra, y que trataba de acabarla de la mejor manera posible; que su final estaba escrito y que lo escribieron unos soldados en la cima de una colina. Aunque esto no lo escuchó porque ya se había adentrado nuevamente en la niebla, posiblemente esta vez, por última vez.

miércoles, 10 de abril de 2013

Tenía nombre primaveral: Verdeer, se llamaba




10 de abril —La ropa que llevaba no me diferenciaba del resto. Me había puesto una camisa tricolor. Las camisas tricolores no permiten ninguna licencia; sólo, quizás, la de dejarse el botón del cuello desabrochado. La ropa en los personajes literarios pasa desapercibida. Para no serlo habría que hacer como un personaje de Kafka que «llevaba ropas raídas, con algún detalle de distinción, como por ejemplo corbata.»


El personaje de “El extranjero” no sentía aflicción, fue un hombre que debió de haber perdido la memoria. Pensar en “El extranjero” ha sido motivado por “Una casa para siempre”, un cuento de Enric de la Ville-Satam, y su inicio: «De mi madre siempre supe poco. Alguien la mató en la casa de Barcelona, dos días después de que yo naciera.»


Leo “El quadern gris”, el diario de Josep Pla. Me encuentro con ese juego de palabras que acompañan al nombre de un personaje: «En la esquina de la calle vive Roseta Alta, una mujer de una estructura física importante y elevada, como su nombre indica». 

Y este juego se repite incesante, como en el caso de un cuento de Verdeer : «Era alta y delgada como el tallo de un cereal. Incluso la palidez de su piel colaboraba en confundirla con una espiga de trigo. Pensé en acercarme a ella y decirle: Perdone, ¿La señora Triticum? Traigo un mensaje para usted.»



Llegó a la estación cuando ella todavía no lo había hecho. Por la mañana habían decidido coger el primer tren que pasara y llegar hasta el final del trayecto, e ir viendo cómo, poco a poco, el vagón iría vaciándose hasta quedarse solos, y hacerlo, y desear que en ese momento otro tren se cruzara por la otra vía. Y al llegar a la última estación, recorrer el pasillo del vehículo con gesto íntegro y declamar la frase de Sade que los había llevado hasta allí: «No, no, la virtud y el vicio, todo se confunde en el féretro.»

viernes, 5 de abril de 2013

Ideas sueltas II




I. Había llegado tarde a la comida. Aunque hacía calor vio que llevaba una camisa de mangas largas, como dos cañerías de aguas residuales. Fue sentarse frente a él y ver la mancha destacar, justo a la altura del inicio del estómago, allí donde acaba el esternón. Estaba comiendo un guiso de la casa y, aunque ya le quedaba poco en el plato, una parte, del tamaño de una judía, había ido a parar ahí, justo en el eje del cuerpo. Si la salpicadura hubiera caído en la zona del corazón hubiera podido imaginar que era una medalla pero ahí en medio parecía un tiro. Le fue difícil comer sin dejar de mirar constantemente el agujero de bala en el estómago del comensal que tenía delante y más difícil, si cabe, dejar de pensar si el disparo, siendo limpio, tendría también orificio de salida.

II. Sentirse cercano a alguien puede resultar una tarea agotadora. En el metro la gente se siente así; por eso, cuando se abren las puertas todos bajan raudos, sin despedirse,
buscando las escaleras mecánicas para salir a la calle y quejarse de lo distante que es la gente en la superficie.

III. «Un fabricante de antigüedades falsas, que obtenía el efecto de vejez a fuerza de disparos de perdigones y que dijo de una mesa: ahora basta con que nos tomemos en ella dos o tres cafés y podremos mandarla al Museo de Innsbruck.»  F. Kafka, “Diarios”

IV. Ha llamado a la puerta mi vecina checa. La tormenta la ha sorprendido saliendo del metro. Me ha comentado que aquí no estamos acostumbrados a la lluvia, que nos parece algo insólito, y que en su país no podrían actuar así, guareciéndose en casa, porque se pasarían meses sin poder salir a la calle. Después se ha quitado la camiseta porque la llevaba empapada y me ha dicho que los nogales del parque están imponentes, y que le recuerdan a su país, y a su tío que regentaba una funeraria.