I. Había llegado tarde a la comida.
Aunque hacía calor vio que llevaba una camisa de mangas largas, como dos
cañerías de aguas residuales. Fue sentarse frente a él y ver la mancha destacar, justo a la altura del inicio del estómago, allí donde
acaba el esternón. Estaba comiendo un guiso de la casa y, aunque ya le quedaba poco en el
plato, una parte, del tamaño de una judía, había ido a parar ahí, justo en el
eje del cuerpo. Si la salpicadura hubiera caído en la zona del corazón hubiera
podido imaginar que era una medalla pero ahí en medio parecía un tiro. Le fue
difícil comer sin dejar de mirar constantemente el agujero de bala en el
estómago del comensal que tenía delante y más difícil, si cabe, dejar de pensar
si el disparo, siendo limpio, tendría también orificio de salida.
II. Sentirse cercano a alguien puede
resultar una tarea agotadora. En el metro la gente se siente así; por eso,
cuando se abren las puertas todos bajan raudos, sin despedirse,
buscando las escaleras mecánicas para salir a la calle y quejarse de lo distante que es la gente en la superficie.
buscando las escaleras mecánicas para salir a la calle y quejarse de lo distante que es la gente en la superficie.
III. «Un fabricante de antigüedades
falsas, que obtenía el efecto de vejez a fuerza de disparos de perdigones y que
dijo de una mesa: ahora basta con que nos tomemos en ella dos o tres cafés y
podremos mandarla al Museo de Innsbruck.»
F. Kafka, “Diarios”
IV. Ha llamado a la puerta mi vecina
checa. La tormenta la ha sorprendido saliendo del metro. Me ha comentado que
aquí no estamos acostumbrados a la lluvia, que nos parece algo insólito, y que
en su país no podrían actuar así, guareciéndose en casa, porque se pasarían
meses sin poder salir a la calle. Después se ha quitado la camiseta porque la
llevaba empapada y me ha dicho que los nogales del parque están imponentes, y
que le recuerdan a su país, y a su tío que regentaba una funeraria.
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