Ya son las diez. Podría escribir cosas hasta medianoche,
pero a partir de las doce dejaría de hacerlo. Lo dejaría pero no por voluntad
propia. A esa hora, desde mi balcón puedo ver la ventana iluminada del
edificio de enfrente, y también al vecino encapuchado regando el parqué del
comedor y un sofá.
El otro día me lo encontré en el supermercado. Se quejaba
a la cajera que el embutido que había comprado había desarrollado moho en la
superficie, y que amenazaba con infiltrarse hacia sus adentros. No me quedó
claro en ese momento si los adentros eran los del embutido o los suyos propios.
La cajera, con buen sentido corporativo, le dijo que ahí no vendían embutidos
mohínos. Tampoco me quedó claro si la cajera confundió el término mohíno con enmohecido
ya que el embutido tenía, realmente, un aspecto triste. La discusión
prosiguió durante un buen rato hasta que el hombre encapuchado se quedó sin
argumentos. Entonces salió del supermercado y se sentó en la terraza de un bar.
Supongo que allí rumió para sus adentros y repaso la conversación que había tenido con la cajera, corrigiendo las frases en las que había sido poco incisivo. Al poco tiempo vi cómo se levantaba de la silla y se
dirigía a su casa. La capucha y su trote desgarbado le daban un aspecto mohíno,
lo que confirmaba que el moho ya estaba calando.
De aquí a un rato dejaré de escribir y me centraré en la
ventana iluminada del vecino de enfrente. Lo hago desde hace varias semanas, siguiendo
su evolución, y viendo como el encapuchado, en el entorno húmedo que ha ido
creándose, ha empezado a desarrollar síntomas más propios de un hongo que de un
hombre: «dormir, despertar, dormir, despertar, perra vida.»
(1) Cita final de Kafka
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