sábado, 1 de febrero de 2014

Un lugar como aquel, mientras viajaba




Estaba en Dublín. En un callejón techado. Pasaba por allí para llegar al hotel. Hace ya años de aquello. También en París recuerdo un callejón. Iba en un taxi desde el aeropuerto. La periferia de París no es el país de las maravillas. El taxista giró y pensé que era para evitar un atasco que había más adelante. Entramos en un agujero, como un túnel que caía y caía. Y al otro lado de la madriguera del conejo apareció una ciudad nueva, con personas que caminaban de manera diferente, como si guardaran dentro de ellas un rincón triste: una estancia donde refugiarse los días de lluvia. 


Una mañana me desperté en Dingle, en la costa oeste de Irlanda. El pueblo estaba formado por casitas de colores. Era un pueblo de una sola calle. Hasta allí había llegado para ver el delfín: un delfín que nadaba en el puerto, en libertad. Muchos decían haberlo visto. Algunos, incluso, ante un pequeño movimiento del mar ya se daban por satisfechos. Ni eso pude ver: ese pequeño movimiento del mar con el que poder darme por satisfecho. Pensé que yo era un realista que veía el mar a lo lejos. Posiblemente el delfín ya había muerto hace años pero su leyenda continuaba. Y en Dingle recordé a Camus y que «el modo más cómodo de conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere», incluso aunque esa muerte fuera la muerte de un delfín que muchos siguen aún viendo. 

En el callejón de París recuerdo no haber visto ventanas en los edificios. Pocas cosas más recuerdo porque ese instante lo pasé pensando en Alicia y en su gato. Me pregunté, como ella, si «¿Comen murciélagos los gatos?» Y en ese callejón de edificios sin ventanas traté de imaginar qué clase de personas podrían vivir allí. Deberían de ser personas oscuras, que huyeran de la luz como los murciélagos en su cueva. Entonces recordé otra vez a Alicia y a su gato. Y me pregunté, como ella, si: «¿Comen gatos los murciélagos?»

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