domingo, 29 de noviembre de 2015

Porque hay ciudades así, para darse a la fuga




Mientras caminaba anoche por las calles de Praga me fijé que había muchos perros callejeros. En mi ciudad ya no hay perros así. En mi ciudad lo que hay son muchas palomas, y también muchas gaviotas que se comen a las palomas. Al pasar por un puente sobre el río Moldava vi cómo saltó un suicida que, tratando de ahogarse, falló. Y cómo varias personas tuvieron que sacarlo y, tras hacerse un rato el muerto, se fue para su casa. Durante el paseo me perdí un par de veces. Una de esas veces entré en un café porque tenía frío. Allí vi una novia vestida de novia sentada en una silla, y lloraba. Me tomé un café y unas galletas para entrar en calor. Antes de salir, uno de los camareros me indicó el camino hacia mi hotel. Aunque al poco rato me volví a perder, lo que me pareció normal en esa ciudad, porque siempre me habían dicho que Praga era una ciudad para perderse.

Continúo leyendo Los diarios de Emilio Renzi, de Piglia. En el libro he encontrado el relato de un hombre que esconde la réplica de una ciudad en su casa del barrio de Flores. Y que la ciudad real depende de su réplica «y por eso está loco». El hombre se llama Russell y piensa que lo que él altera en su ciudad replicada se reproduce luego en los barrios y las calles de Buenos Aires, «pero amplificado y siniestro». Escribe Piglia que estuvo en la casa de Russell viendo la maqueta, y quedó fascinando; y que al salir «caminó detrás de una mujer de largas piernas que andaba levemente escorada, como si navegara con el viento de frente».

martes, 10 de noviembre de 2015

N´ ÉCRIVEZ JAMAIS




Llego pronto al bar París porque Sophie siempre tiene prisa. La última vez que hablé con ella me dio la sensación que estaba agotada, que por algún sitio se le escapaba la fuerza. Al verla llegar recordé lo que escribía Piglia, que afuera había una tormenta y un viento fuerte venía del mar, y que ella «caminaba con dificultad, moviendo los brazos como si remara». Al poco ya estábamos despidiéndonos. Y se iba saludando, como si partiera un barco. 

He empezado a leer Lancha rápida, de Renata Adler. Es un libro breve. Otro de esos libros breves que me gustan. Aunque no sé si lo que escribe es ficción o realidad. Cuenta Renata que una vez conoció a alguien que cuando se iba a dormir contaba gente contra la que tenía motivos de agravio. Cuando los tenía rodeados en su mente, los ametrallaba. Y cada vez que olvidaba a alguien tenía que volver a empezar. «Rodearlos. Ametrallarlos otra vez».

Simplemente no le veo sentido. Siempre he tenido la teoría que hay que renunciar; no hacer, dejar de hacer. Por eso, cuando en el libro de Renata Adler he detectado una insinuación a la renuncia, algo profundo me ha llevado a prestarle atención; a dejar de leer y a centrarme en esa frase como alternativa a Bartleby: «Simplemente no le veo sentido».

He seguido leyendo. Y leo que Will salió con un suéter raído a comprar leche a las seis de la mañana. Y que al pasar un autobús turístico, la voz del megáfono se refirió a él: «Allí hay uno». Explica Renata que eso fue en la década de los sesenta y que desde entonces Will se ha estado preguntando: «¿Allí hay un qué?»

N´ ÉCRIVEZ JAMAIS, como corolario final.

sábado, 24 de octubre de 2015

Cuando la muerte te toca de lejos, parece otra.



Muere gente que parecía ya muerta. Y cuando aquí se cita a la muerte, ¿dónde están todos los duelistas con sus pistolas?

Recuerdo un día un entierro. Hacía frío, como en todos los entierros. El invierno también contribuía a ello. Y el de la caja, como si la cosa no fuera con él.

No es el momento de recordar que de camino al cementerio vimos un bar. Tapas calientes y bebida fría para después, habiendo ya dejado al muerto.

Tú que eres joven, me dijo una vecina en el ascensor; pero para nosotros, todos los inviernos son una incertidumbre.

El frío, la muerte, el de la caja. Todo tan bien relacionado.

Y a pesar de ello, cuando la muerte te toca de lejos parece otra.


Y siempre tan inoportuna, como la lluvia.

Apaga la luz, que la oscuridad es ya un entrenamiento.

En Danubio, de Magris, había un vigilante que por las noches cazaba liebres con un fusil, con ese cuidado que los vigilantes tienen de no dañar el mármol de las tumbas.

Mañana, al amanecer, ya todo se habrá olvidado, a la espera del siguiente.

jueves, 22 de octubre de 2015

Hambre de realidad, de David Shields



«Creo que las metáforas “hacer un círculo con las carretas” y “defender el fuerte” son poco acertadas. Los bárbaros que se hallan a las puertas de la ciudad siempre están dispuestos a negociar un poco, y los que están dentro suelen terminar gritando: “Somos lo único bueno que hay en el mundo y ustedes no lo entienden”, momento en el que los bárbaros se encogen de hombros, arrasan los muros con armas tremendamente poderosas y construyen un aparcamiento sobre el suelo sagrado. Si están de muy buen humor, levantan una pirámide de cráneos.»

 

Hambre de realidad, de David Shields


sábado, 10 de octubre de 2015

Marca de agua, o como ver nadar a Greta Garbo




Esto no es más que una tentativa. Lo que me gustaría es poder oler lo que olió Joseph Brodsky cuando llegó a Venecia, el olor de algas heladas. Y ver también lo que vio Joseph Brodsky cuando salió de la stazione de Venecia una noche de invierno, un manojo de algas heladas sobre una roca mojada. Y como él, conocer a Ariadna y sentir que en el trayecto del vaporetto se iba enamorando; y cómo ella después le presentó a su marido y a su hermana, una mujer, al parecer, bellísima, más que su Ariadna, y más brillante, y, «por lo que dedujo, aún más casada». 

En esta tentativa no olvidaré que soy un hombre de mar. Cuando Joseph Brodsky decidió ir a Venecia, pensó alquilar una habitación en la planta baja de un palazzo. Y así lo cuenta en el libro Marca de agua: alquilar una planta baja para que las embarcaciones salpicaran su ventana. Y sospecho que también para aprovechar la niebla local, la nebbia, y desaparecer; porque en este intento mío de leer, escribir y volver a leer, tengo la certeza que esa es su búsqueda: hallar la invisibilidad, y de no conseguirlo, «en vez de coger un tren, comprarse una pequeña Browning y volarse los sesos, incapaz de morir en Venecia por causas naturales». 

No hay ballenas en Venecia. Por un momento he olvidado la intención inicial. Me he desviado de mi tentativa, que es escribir sobre lo que leo; aunque, como comenta Joseph Brodsky, desviarse en Venecia es lo natural, lo que hace el agua. 

«Es como ver nadar a Greta Garbo». Al no haber ballenas en Venecia (al menos no se dejan ver) uno debe concentrarse en Greta. Ahora una gaviota se ha posado en mi ventana. El hecho de escribir mientras leo también permite contar lo que me está sucediendo. Y la gaviota, con ese porte que tiene, altiva; y esa intención: la de sacarte los ojos si la dejaras. Y también, escribir mientras leo, me permite contar lo que pienso. Voy pocas veces a la iglesia. Sólo en los funerales o las bodas. Y mientras el cura dice su misa, yo pienso en mujeres. Incluso preferiría que las misas fueran en latín, para no distraerme; porque aunque estés pensando en otra cosa, el oído no se cierra y hay palabras que te distraen. Pero, en cuanto puedo, vuelvo a las mujeres, y a las piernas de esas mujeres, y a los pechos de esas mujeres. Y si hubiera realmente un dios que castigara por ello; allí mismo, porque el sitio es el más apropiado, hubiera caído fulminado más de una vez. 

domingo, 27 de septiembre de 2015

Esta es una obra de ficción, y este pueblo no existe




I. Hay pueblos así, que nada más entrar deberían avisar al viajero que son sólo una ficción. Porque esa es la sensación que he tenido al llegar, que la gente allí estaba representando un papel. Cuando iba a entrar al hotel, un hombre se me ha acercado y me ha susurrado: Al parecer llueve. No he acabado de entender lo que quería decirme pero lo ha dicho como si la lluvia fuera algo subjetivo. Para no dejar al hombre con la palabra en la boca, le he respondido siguiendo el guion: No se haga usted ilusiones.

II. En la habitación del hotel he acabado de leer Stalker, picnic extraterrestre. He leído un párrafo sobre la imperiosa necesidad de los hombres por conocer. Y cómo uno de los personajes indica que la persona satisface con mucha facilidad esa ansia de conocimiento, y que no tiene tal ansia, en absoluto. «La hipótesis de dios, por ejemplo, ofrece una posibilidad incomparable de entenderlo absolutamente todo sin aprender absolutamente nada».

III. Me he levantado temprano esta mañana. Como me sentía con el ánimo renovado, he preferido salir del hotel y almorzar en alguna cafetería del pueblo. Quizás porque ayer llegué cuando ya había empezado a oscurecer, no vi un cartel que atravesaba la calle colgando de dos balcones: «Esta es una obra de ficción… Londres no existe». Recordaba esa frase de una novela de Graham Greene pero no entendía qué hacía ahí, si no fuera para hacer evidente la impresión que tuve nada más llegar aquí: que este pueblo era una obra de ficción y que, como tal, no existe. 

V. En la cafetería he tomado un cruasán con una taza de café solo y he estado leyendo un rato el libro de relatos Siete casas vacías, de Samanta Schweblin. Hay libros que se adaptan bien a los pequeños momentos. En uno de los cuentos del libro aparece un personaje que se dedica a mirar desde su coche casas ajenas, y a entrar en ellas y coger algún objeto, como una azucarera, y después volver a la suya, y en el jardín, bajo la ropa colgada, arrodillarse y meter la azucarera en un nuevo agujero del patio; y después, como cuenta su hija, entrar rápidamente en la casa para tratar de «recomponerse pronto de su nuevo entierro». 
 
VI. En la maleta llevo otro libro: Viajes y otros viajes, de Antonio Tabucchi.  En el índice he podido ver que una parte del libro está dedicada a sus viajes a Portugal. También hay otro espacio dedicado a viajes por persona interpuesta, que quiero entender que son viajes de otros pero como si fueran suyos.  Cuando he terminado el café he salido a la calle a dar un paseo; entonces, una mujer, al pasar a mi lado, me ha susurrado: Al parecer ya no queda nadie aquí. Cuando me he girado para preguntarle a qué se refería, ya no había nadie ahí.

sábado, 19 de septiembre de 2015

Picnic extraterrestre



He empezado a leer un libro de los hermanos Strugatski. En el prólogo, Ursula K. Le Guin comenta que los Strugatski escribían como escriben los hombres libres. Hay un contexto, porque todo tiene un contexto: los años de la Unión Soviética. Por otra parte, acabo de terminar con Vila-Matas, y como tengo una extraña necesidad de relacionar constantemente cosas, ideas y desastres, he recordado una de las frases de Kassel sobre el abandono de responsabilidades morales de los autores actuales, y que «casi todos los escritores contemporáneos, más que posicionarse en contra, trabajaban en sintonía con el capitalismo». Tras volver a Vila-Matas, vuelvo a los Strugatski; como si de una vez por todas de lo que se tratara fuera volver a algo, o al menos intentarlo. Y al volver al libro de los hermanos me encuentro con una frase que no implica ningún tipo de deserción, más bien lo contrario: «El bien hay que hacerlo a partir del mal. Porque no se puede hacer a partir de nada más».

Esta mañana en un bar del centro he estado leyendo un artículo de Juan Villoro. El artículo me ha llevado a los hermanos Strugatski y a la Zona (ese espacio acordonado en el que un artefacto no identificado hizo un receso en su viaje estelar sin mostrar el mínimo interés por los humanos). Después he observado a los otros clientes del bar, de tal forma que todas esas personas se han convertido para mí en el centro del universo. He imaginado las conversaciones que estaban manteniendo, porque algunos parecían hablar en una lengua extranjera, como si aquello se hubiera convertido en un picnic extraterrestre. Algunos se levantaban y un camarero recogía los vasos y los restos de la comida que habían dejado en la mesa; igual que los stalkers del libro de los Strugatski recuperaban la basura, para ellos valiosa, que los tripulantes de los artefactos habían dejado en la Zona. Debido a mi necesidad de relacionar ideas, he vuelto al artículo de Villoro donde comentaba que «no somos dueños de la ciudad; en todo caso, podemos lidiar con los desechos para que la ciudad exista». En ese momento he decidido que había llegado el momento de abandonar la Zona; me he levantado y, sin llamar mucho la atención, me he ido alejando poco a poco del centro del universo.