lunes, 12 de enero de 2015

Los detectives salvajes (II)




Notas tomadas a mano mientras leía:

I. Leo Los detectives salvajes. No es un libro breve. También estoy leyendo La invención de Morel, de Bioy. Este sí que es un libro breve. Estoy obsesionándome con la extensión de los libros. La invención de Morel y el eterno retorno: la repetición de los acontecimientos vividos. Puede que cuando me acerque al final sucederá algo que me conduzca al inicio, a la repetición, y este libro se convierta, como la biblioteca infinita del cuento de Borges, en un libro infinito. Mientras espero que eso suceda sigo leyendo a Bolaño; sigo con esta obsesión por la literatura. «Por aquellos días yo vivía como en el maquis», leo en Los detectives, «tenía mi cueva y leía el Libération en el bar de Raoul». Porque «la vida hay que vivirla, en eso consiste todo, simplemente. La literatura no vale nada».

II. No creo que haya sido el único en tener una erección, profunda e intensa, al leer Los detectives salvajes

III. «¿Sabe qué es lo peor de la literatura?, dijo don Pancracio. Lo sabía, pero hice como que no. ¿Qué?, dije. Que uno acaba haciéndose amigo de los literatos. Y la amistad, aunque es un tesoro, acaba con el sentido crítico.»


IV. Comenta Alain Lebert que últimamente se nota una tendencia preocupante a aceptar las cosas tal como son.

V. Estoy de acuerdo con Bolaño al respecto que a los chicos pobres no les queda otro remedio que la vanguardia literaria.

VI. « Pensé que te habías muerto —dijo María de golpe. La brutalidad de su afirmación me dejó helado. La delicadeza de María tiene estos cráteres.»

VII. Escribe Bolaño que el problema con la literatura, como con la vida, es que al final uno siempre termina volviéndose un cabrón.


jueves, 8 de enero de 2015

Los detectives salvajes (I)



«Antaño los escritores de España (y de Hispanoamérica) entraban en el ruedo público para transgredirlo, para reformarlo, para quemarlo, para revolucionarlo. Los escritores de España (y de Hispanoamérica) procedían generalmente de familias acomodadas, familias asentadas o de una cierta posición, y al tomar ellos la pluma se volvían o se revolvían contra esa posición: escribir era renunciar, era renegar, a veces era suicidarse. Era ir contra la familia. Hoy los escritores de España (y de Hispanoamérica) proceden en número cada vez más alarmante de familias de clase baja, del proletariado y del lumpenproletariado, y su ejercicio más usual de la escritura es una forma de escalar posiciones en la pirámide social, una forma de asentarse cuidándose mucho de no transgredir nada. No digo que no sean cultos. Son tan cultos como los de antes. O casi. No digo que no sean trabajadores. ¡Son mucho más trabajadores que los de antes! Pero son, también, mucho más vulgares. Y se comportan como empresarios o como gángsters. Y no reniegan de nada o sólo reniegan de lo que se puede renegar y se cuidan mucho de no crearse enemigos o de escoger a éstos entre los más inermes. No se suicidan por una idea sino por locura y rabia. Las puertas, implacablemente, se les abren de par en par. Y así la literatura va como va. Todo lo que empieza como comedia acaba indefectiblemente como comedia.»

Roberto Bolaño, Los detectives salvajes

lunes, 5 de enero de 2015

Bartleby, el caballero del No




Hoy he perdido un nuevo verbo. Me viene sucediendo últimamente. De alguna manera que no alcanzo a comprender, voy extraviándolos. Cada vez que olvido un verbo, pierdo la capacidad que confiere su acción. Esta mañana me he levantado sin saber el porqué. Al momento me he dado cuenta que tampoco sabía si quería desayunar o salir a pasear. Hoy he perdido el saber.

Pero esa pérdida no implica que me deje arrastrar por la Nada. La semana pasada concentré todos mis propósitos en uno solo: la muerte lenta de la metáfora. Hace unos meses mi intención fue la de elaborar un mapa completo de la literatura. En él situé Praga,a las afueras de París. Y ayer tomé la determinación de bajar a los bartleby a la Cultura Pop. 

I. Preferiría no hacerlo. Esa es siempre la respuesta que da Bartleby, el enigmático escribiente del cuento de Melville, cada vez que se le encomienda un trabajo o se le interpela a que dé alguna explicación sobre su vida. Sólo responde: Preferiría no hacerlo. Y no lo hace.

II. Melville cuenta el rumor que Bartleby, antes de trabajar como escribiente, podía haber sido un empleado subalterno en la Oficina de cartas no reclamadas: La Oficina de Cartas Muertas de Washington. Esa podía haber sido, pues, la ocupación del triste escribiente: clasificar, para ser quemadas, las cartas que no habían encontrado destinatario.

III. Bartleby y Kafka. Escribe Kafka en su diario sobre la debilidad y la cobardía que le llevan a dejar las cartas, «incluso aquellas de contenido presumiblemente inocuo», sin abrir sobre la mesa durante un tiempo. Y aquí Bartleby y Kafka se complementan. Kafka postergando la apertura de las cartas que recibe, como recibiéndola continuamente, y Bartleby clasificando y retrasando eternamente la entrega de las cartas que «con mensajes de vida, se apresuran hacia la muerte».

IV. «¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres muertos?», escribe Melville

V. Acabo de llegar. He estado tomando una copa en un bar con mi vecina checa. Le he explicado mi tentativa de llevar a cabo el descenso de Bartleby a la Cultura Pop. En esa tentativa, no puedes más que fracasar —me ha dicho —. «Eres hombre para hacer dos epílogos antes que ningún libro» — y ha concluido así, con esa frase de Gonçalo M. Tavares tan bartlebyana.

VI. En el libro de Enrique Vila-Matas, Bartleby y compañía, Marcelo, el narrador, describe a los bartleby como «esos seres en los que habita una profunda negación del mundo». Y seguidamente inicia un trabajo de «rastreador» de esos escritores que padecen los síntomas del síndrome de Bartleby. Esos escritores que no llegan a escribir nunca, o lo hacen y, en un determinado momento, dejan de hacerlo; prefieren no hacerlo, convirtiéndose en auténticos «escritores del No».

VII. «Nunca escribió un libro. Sólo se preparó a escribir uno, buscando decididamente las condiciones justas que le permitieran escribirlo. Luego olvidó también ese propósito», escribe Vila-Matas.

VIII. Quizás tenga razón mi vecina checa y sea hombre de epílogos antes que de ningún libro. Quizás una mañana, al levantarme, perdí el verbo escribir, como Bartleby perdió el verbo hacer. Puede que fuera así. Y puede que por eso en algún momento dijera que no escribo para no parecer un hombre al que le cuesta escribir.   

IX. Escribió Alan Le May en el libro Centauros del desierto que «normalmente, un jinete no recibe una sola carta en toda su vida».