I. El tren parecía que
volaba esta noche. Como si los suicidas lo hubieran dejado para mañana. En el
vagón he estado leyendo Un día volveré, de Juan Marsé, y cómo al padre de Jan
Julivert lo fusilaron dos veces. Cuenta Suau que la primera vez lo sacaron de
la checa un día al amanecer, con otros elementos del POUM, pero lo fusilaron
deprisa y mal, y se salvó. Y que luego, cuando entraron los otros, en el
treinta y nueve, lo detuvieron otra vez y fue fusilado de nuevo. «Y esta vez lo
consiguieron, los cabrones».
II. Anoche llamó a la
puerta mi vecina checa. Me dijo que había estado mirando la luna y que sí, que
volvía a verla más cercana, como cayendo. Le dije que era imposible poder medir
eso a simple que vista. Entonces ella, como si no me hubiera prestado atención,
me dijo que mis ojos cada día estaban más verdes, que debía de ser que pronto
llegaría la primavera, y que había tenido un novio que en otoño los ojos se le
ponían otoñales, y que no podía dejar de llorar. Se despidió y volvió hacia su casa, y yo salí al balcón
para ver la luna desplomarse, aunque no puedo asegurarlo.
III. «Hombres de hierro, le oímos decir alguna vez
al viejo Suau, forjados en tantas batallas, hoy llorando por los rincones de
las tabernas».
IV. En la estación he
tenido que ceder el paso a un viejo que tenía prisa por llegar a algún sitio. Después,
en el tren, he vuelto a pensar en ese hombre, y en el padre de Jan Julivert.
Ambos tratando de escapar, y como escribió Borges: procurando no morir en el
patio de un cuartel, «en el alba, fusilado por hombres llenos de sueño».
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