Ochocientos cincuenta,
seis mil trescientos veinte, catorce. Me sucede los días que salgo de paseo. Me
gusta pasear. Me gusta todo aquello que desconozco cómo va a ir desarrollándose.
Me aburre conversar demasiado de lo de siempre. No me está gustando Llamadas
telefónicas, de Bolaño. Me gustan las historias que empiezan de repente y
acaban también así: de repente, y a la vez no me gustan las historias que esconden
tanto que parecen un queso lleno de agujeros, o una manzana, también llena de
agujeros; aunque podría decirse que antes del inicio y después del final
repentino de una historia hay también dos grandes agujeros descomunales. Y es
ese agujero final y descomunal el que se me aparece mientras paseo: los días
que a cada paseante le quedan por caminar. Me gusta Margot. Siempre espero
encontrarme a Margot y ver sus ojos oscuros como avellanas. Y decirle: Hace calor
esta noche, Margot. Después he ido al Café de Marcello, que es un café en el
que no sirven cafés expresos porque las cafeteras son antiguas, de rosca, de
las que calientan el agua para que el vapor se filtre entre el café molido. Me
gusta el café sin azúcar. He salido del café cuando ya anochecía. Había menos
gente en la calle. En la otra acera un hombre parecía desvanecerse; porque hay
personas así: que se encogen de hombros con la misma facilidad con que se
mueren.