domingo, 27 de septiembre de 2015

Esta es una obra de ficción, y este pueblo no existe




I. Hay pueblos así, que nada más entrar deberían avisar al viajero que son sólo una ficción. Porque esa es la sensación que he tenido al llegar, que la gente allí estaba representando un papel. Cuando iba a entrar al hotel, un hombre se me ha acercado y me ha susurrado: Al parecer llueve. No he acabado de entender lo que quería decirme pero lo ha dicho como si la lluvia fuera algo subjetivo. Para no dejar al hombre con la palabra en la boca, le he respondido siguiendo el guion: No se haga usted ilusiones.

II. En la habitación del hotel he acabado de leer Stalker, picnic extraterrestre. He leído un párrafo sobre la imperiosa necesidad de los hombres por conocer. Y cómo uno de los personajes indica que la persona satisface con mucha facilidad esa ansia de conocimiento, y que no tiene tal ansia, en absoluto. «La hipótesis de dios, por ejemplo, ofrece una posibilidad incomparable de entenderlo absolutamente todo sin aprender absolutamente nada».

III. Me he levantado temprano esta mañana. Como me sentía con el ánimo renovado, he preferido salir del hotel y almorzar en alguna cafetería del pueblo. Quizás porque ayer llegué cuando ya había empezado a oscurecer, no vi un cartel que atravesaba la calle colgando de dos balcones: «Esta es una obra de ficción… Londres no existe». Recordaba esa frase de una novela de Graham Greene pero no entendía qué hacía ahí, si no fuera para hacer evidente la impresión que tuve nada más llegar aquí: que este pueblo era una obra de ficción y que, como tal, no existe. 

V. En la cafetería he tomado un cruasán con una taza de café solo y he estado leyendo un rato el libro de relatos Siete casas vacías, de Samanta Schweblin. Hay libros que se adaptan bien a los pequeños momentos. En uno de los cuentos del libro aparece un personaje que se dedica a mirar desde su coche casas ajenas, y a entrar en ellas y coger algún objeto, como una azucarera, y después volver a la suya, y en el jardín, bajo la ropa colgada, arrodillarse y meter la azucarera en un nuevo agujero del patio; y después, como cuenta su hija, entrar rápidamente en la casa para tratar de «recomponerse pronto de su nuevo entierro». 
 
VI. En la maleta llevo otro libro: Viajes y otros viajes, de Antonio Tabucchi.  En el índice he podido ver que una parte del libro está dedicada a sus viajes a Portugal. También hay otro espacio dedicado a viajes por persona interpuesta, que quiero entender que son viajes de otros pero como si fueran suyos.  Cuando he terminado el café he salido a la calle a dar un paseo; entonces, una mujer, al pasar a mi lado, me ha susurrado: Al parecer ya no queda nadie aquí. Cuando me he girado para preguntarle a qué se refería, ya no había nadie ahí.

sábado, 19 de septiembre de 2015

Picnic extraterrestre



He empezado a leer un libro de los hermanos Strugatski. En el prólogo, Ursula K. Le Guin comenta que los Strugatski escribían como escriben los hombres libres. Hay un contexto, porque todo tiene un contexto: los años de la Unión Soviética. Por otra parte, acabo de terminar con Vila-Matas, y como tengo una extraña necesidad de relacionar constantemente cosas, ideas y desastres, he recordado una de las frases de Kassel sobre el abandono de responsabilidades morales de los autores actuales, y que «casi todos los escritores contemporáneos, más que posicionarse en contra, trabajaban en sintonía con el capitalismo». Tras volver a Vila-Matas, vuelvo a los Strugatski; como si de una vez por todas de lo que se tratara fuera volver a algo, o al menos intentarlo. Y al volver al libro de los hermanos me encuentro con una frase que no implica ningún tipo de deserción, más bien lo contrario: «El bien hay que hacerlo a partir del mal. Porque no se puede hacer a partir de nada más».

Esta mañana en un bar del centro he estado leyendo un artículo de Juan Villoro. El artículo me ha llevado a los hermanos Strugatski y a la Zona (ese espacio acordonado en el que un artefacto no identificado hizo un receso en su viaje estelar sin mostrar el mínimo interés por los humanos). Después he observado a los otros clientes del bar, de tal forma que todas esas personas se han convertido para mí en el centro del universo. He imaginado las conversaciones que estaban manteniendo, porque algunos parecían hablar en una lengua extranjera, como si aquello se hubiera convertido en un picnic extraterrestre. Algunos se levantaban y un camarero recogía los vasos y los restos de la comida que habían dejado en la mesa; igual que los stalkers del libro de los Strugatski recuperaban la basura, para ellos valiosa, que los tripulantes de los artefactos habían dejado en la Zona. Debido a mi necesidad de relacionar ideas, he vuelto al artículo de Villoro donde comentaba que «no somos dueños de la ciudad; en todo caso, podemos lidiar con los desechos para que la ciudad exista». En ese momento he decidido que había llegado el momento de abandonar la Zona; me he levantado y, sin llamar mucho la atención, me he ido alejando poco a poco del centro del universo.

sábado, 12 de septiembre de 2015

Lo que me dejé en Kassel no invita a la lógica (III)






Llegué a casa de madrugada y como no podía dormir me levanté. Al momento empecé a escuchar un cric cric que no supe identificar, pero sé que alguien una vez escuchó un cric cric junto a una planta tropical que había comprado y eran arañas que eclosionaban de sus huevos y empezaban a esparcirse por toda la casa. Después volví a la cama, que es como un refugio, para intentar volver a no dormir; y sin duda lo conseguí, porque encendí la luz y me puse a leer Kassel no invita a la lógica. Creo que Vila-Matas ha vuelto a lograr eso que había perdido en sus dos últimos libros: esa locura que no abunda y que «Chesterton decía que daba esplendor a cuanto existía: la ilusión de encontrar algo a la vuelta de la esquina». Eso me llevó a pensar en Margot. La había conocido hacía unas horas, durante una cena con amigos, y me reafirmó en esa idea que escribí hace unos días que hay belleza en cualquier arte, en cualquier parte. Y como todo es circular, volví Kassel, para dar la razón a Chesterton sobre lo que verdaderamente cuenta, y que debe de ser algo muy parecido a la ilusión de encontrar algo aunque sea a la vuelta de una esquina.

Hay noches en la que me siento algo aturdido. Esas noches trato de no pensar mucho, que piensen otros y que lo hagan mejor; pero es complicado. Unas horas antes, cuando me dirigía a la cena en la que conocí a Margot, me pareció ver a un joven escritor que iba en dirección al Born junto a una chica de zapatos rojos como en Alicia en el país de las maravillas; aunque en ese momento no estuve del todo seguro porque a veces me equivoco de cuento. También recuerdo que pensé que en algún momento habría tenido que ser ballenero o poeta. Supongo que todos estos pensamientos eran consecuencia de mi aturdimiento durante esa noche. Y aunque intentara no pensar mucho, creo que me estaba sucediendo lo que escribía Vila-Matas en Kassel, que llevo «tan interiorizada la facultad de tener ideas como aquel ballenero de Moby Dick del que alguien decía que había interiorizado su arpón». Lo cierto es que si de lo que se trataba era no pensar mucho, lo único que hacía era pensar mucho.

lunes, 7 de septiembre de 2015

Lo que me dejé en Kassel no invita a la lógica (II)



«En mi tierra, país famoso especialmente en el mundo por su macabra guerra civil, la culpa apenas existía, se dejaba esa cursilada para los ingenuos alemanes. Nadie perdía el tiempo con el remordimiento por haber sido nazi, o franquista, o catalán colaboracionista con el dictador de Madrid, cómplice de los asesinos del Tercer Reich. En mi tierra se había vivido de espaldas desde siempre al drama del declive de Europa, quizás porque, al no participar directamente en ninguna de las dos guerras mundiales, se veía todo eso como un asunto de otros y tal vez también porque en el fondo se había vivido prácticamente siempre en el propio declive, estábamos tan sumergidos en él que ni sabíamos percibirlo.»

Enrique Vila-Matas, Kassel no invita a la lógica

domingo, 6 de septiembre de 2015

Lo que me dejé en Kassel no invita a la lógica (I)




Hay días que me levanto con ganas de leer, lo que sea. Son días que no tengo criterio. Leo de todo hasta vomitar; en cambio, hay días que el trabajo me impide leer cualquier cosa sin límite y después vomitar; esos días vomito sin necesidad de ayuda.

Vuelvo a Kassel, a leer Kassel no invita a la lógica. Cada cierto tiempo hay que volver a algo.

Hay lugares comunes para todos los locos del mundo.

Es esa sensación: la de volver a lugares como vuelvo a los libros.

Leo que el sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo.

A veces abandono libros, dejándolos a medias. Es más difícil abandonar lugares, tiene más implicaciones. Los libros que abandono los guardo para siempre en un cajón [desastre].

Leo en Kassel que «cuando despertó, había sido tan intrincada la trama intelectual de la pesadilla que le alegró descubrir que el mundo real, en cambio, era muchísimo más sencillo, diría incluso que mucho más idiota».