lunes, 6 de abril de 2015

Mi generación, aún joven, ya murió.



Ayer leí un escrito de Vargas Llosa en el periódico. El hombre-florero. A veces, cuando leo a según quien, trato de no pensar en quien lo ha escrito. Es una historia sencilla, y me gustan las historias sencillas. Hoy he acabado de leer el tercer volumen de los Diarios de Iñaki Uriarte. Están llenos de historias sencillas. En una de las entradas explica que una vez conoció a Vargas Llosa en Benidorm. Y que pese a su perpetua sonrisa, le pareció muy frío.

De vuelta a casa. El tren no ha parado hoy en algunas estaciones. Me he fijado en todas esas personas que se han quedado en el andén, ya de noche, levantando las manos como saludando.

Cuenta Pessoa que una tarde vio pasar una manifestación de obreros hecha con no sabe qué sinceridad, porque le cuesta admitir sinceridad en las cosas colectivas. Comenta que al verlos sintió una náusea y que ni siquiera estaban suficientemente sucios. Trato de pensar cómo pensaría Pessoa para decir esas barbaridades. Y creo que aún hay gente que puede pensar así. Que forman parte de una sociedad que no tiene nada que ver con ellos, y como Pessoa escribir que «un hombre, aunque pueda reconocer con el pensamiento que es un ser vivo como yo, ha tenido siempre menos importancia que un árbol, si el árbol es más bello». Entonces pienso en el hombre-florero de Vargas Llosa: un mendigo que decora su banco y su ropa con flores; en la manifestación de obreros no suficientemente sucios de Pessoa; en la neutralidad de muchos de los escritores de ahora, que conservan su obra entre flores, como el traje del mendigo; y también en Uriarte y en sus historias sencillas cuando dice que «dentro de mil años, el sistema social de hoy será considerado como una variante más del esclavismo».