jueves, 22 de diciembre de 2016

Lo que le sucede a un jinete pálido al atardecer



Leo que el silencio es el nombre de la muerte. No sé por qué pero al leer esa frase he pensado; pero así, en general: he pensado. Porque a veces pienso en cosas así, y otras veces en cosas diferentes. Me pasa muchas veces cuando leo. Ahora estoy leyendo a Pascal Quignard. Hay párrafos que no entiendo. O los entiendo de forma peculiar. Las dos cosas me pasan. No he querido leer la biografía del autor pero imagino [no es que suponga, sino que fantaseo] que ha muerto; que en algún momento, entre párrafo y párrafo, cogió una Browning y trató de comprobar si se sentía algo de vértigo antes del balazo. Después ha bajado mi vecina checa, que tenía frío porque en su casa no funciona la calefacción. Le he explicado cosas del libro de Quignard y le he dicho que a ratos sí, pero que en otros momentos no encuentro el sentido de algunas frases, que me superan, pero que no puedo dejar de leerlo, como si el libro para mí, como las banderas para otros, tuviera hachís. Hemos estado hablando durante un rato. Al final, me ha dicho que, aunque no se note a primera vista, todo acaba teniendo sentido, que hasta sus pezones, a veces, parece que apuntan a la Vía Láctea.


martes, 27 de septiembre de 2016

Ya no quedan ideas, tal vez es lo que quiso decir



I. A veces mi vecina checa baja a pedirme algo, cualquier cosa, sólo con un pañuelo al cuello, y me recita su última poesía, y me dice que es la última, que hasta aquí, que no más. Entonces le digo que uno nunca sabe qué va a ser lo último que va a hacer o lo último que va a escribir, y que me gusta el pañuelo que lleva al cuello, aunque los demás vecinos no comprendan que en ese acto, en esa revolución, hay algo más que un pañuelo al cuello, porque ellos ya dejaron de avanzar, y que, de alguna manera, no volverán a avanzar jamás.

II. En el colegio leí a Marx y sus textos no me parecieron algo ofensivo. Lo leía y, mientras lo leía, sin darle importancia y con naturalidad, le iba dando la razón. Luego llegaron los que pervirtieron sus ideas, y también los otros: los que lo entendieron bien y trataron que aquello no se propagase. Lo que recuerdo de cuando leí a Marx en el colegio es que nadie puso aquello en funcionamiento correctamente. En definitiva, cuando me hicieron leer el Manifiesto del Partido Comunista, no encontré allí nada diabólico, ni al mismo diablo. Allí no había nadie.

III. Renunciar es la única opción. Pero renunciar a todo, y decirlo. Porque las cosas que no se dicen, que sólo están dentro de uno, en esta sociedad, que es la sociedad del espectáculo, del mal espectáculo, es como si no existieran. Por eso, aunque Elfriede Jelinek escriba que aferrarse a la nada supone una cobardía, lo mismo que aferrarse a dios, yo me aferro a la nada, y dejo a dios para los que tengan tiempo para esas cosas. Y, a la vez, pienso en las ciudades en las que desearía vivir. Pero vivir constantemente.

viernes, 26 de agosto de 2016

La adicción de Melville



Me he levantado temprano. Siempre he querido vivir cerca del mar. Hace años viví cerca del agua negra de un pantano. Cada mañana pasaba por la carretera que lo bordeaba. Las carreteras próximas a los pantanos son estrechas, invitando a la caída accidental. Siempre, aunque allá abajo no se aprecie el agua negra y quieta, se va bordeando algo. Me he levantado temprano y he continuado leyendo Los excluidos, de Elfriede Jelinek. «En primer lugar, Anna desprecia a las personas que tienen casa propia, coche y familia, y, en segundo lugar, a todos los demás». Eso es lo primero que he leído esta mañana antes de pensar en el mar. Porque una vez fui ballenero. 

Ha pasado ya bastante tiempo desde el momento en el que cada mañana recorría aquella carretera de tintes delictivos. En ese tiempo he ido acercándome cada vez más a la costa, pareciéndome, como escribe Fleur Jaeggy, a Joseph Brodsky, «que no podía evitar vivir en lugares de agua, como un marino». Y como Anna, he empezado, en primer lugar, a despreciar a todos aquellos que viven lejos del mar, y, en segundo lugar, y con más intensidad, a todos aquellos que viven todavía más cerca que yo del mar.

Leo que cuando está borracho Steve dice que Moby Dick es una novela sobre la cocaína. Una metáfora fantástica de los efectos de la adicción.

Al poco de levantarme he salido a la calle a comprar pan o a arponear una ballena. Escribe Piglia que todo lo que sabe sobre el arte de la pesca lo aprendió leyendo a Melville. En mi caso incluiría también a Tabucchi en esta lista de maestros. Pensando en ello he bajado por Vía Layetana en bicicleta hasta el puerto. Porque los puertos, para los marinos, son el vestíbulo de nuestra casa. Los puertos, continuando con Piglia, «alimentan la ilusión de que es posible cambiar de vida, pero es muy difícil cambiar de vida». Y puede que no se cambie de vida pero alguna vez he conocido a balleneros que pierden las ganas de arponear. Que aparcan su bicicleta en el muelle y se sientan a ver llegar los barcos.

miércoles, 24 de agosto de 2016

Temen los poetas al hombre que vino de Porlock


No estaba haciendo nada. A veces no hago nada. Entonces ha bajado mi vecina checa para decirme que los grandes poetas siempre se han dejado caer en esa locura, en ese caos que para ellos es su derecho al desorden. Y viniendo como venía de no hacer nada, no sé cómo he recordado lo que una vez escribió Artaud, que «es grave advertir que después del orden de este mundo hay otro orden». Después de leerme unos versos del libro que traía, y antes de irse, me ha dicho que la gente no entenderá jamás la poesía porque jamás aceptará la locura, que es, en resumen, la forma más bella del derecho a marcharse.

He estado leyendo en Encuentro en Saint-Nazaire, de Piglia, sobre el hombre que llegó de Porlock e interrumpió a Coleridge mientras escribía el poema Kubla Khan. Al parecer, en pleno proceso creativo, de golpe, al llegar a la línea fourty-five, Coleridge oyó «unas voces y risas y la puerta del cuarto se abrió… y todo se perdió para siempre». Cuenta Piglia que para algunos ese hombre provenía de Porlock pero para otros era un tal «Somerset Porlock, un elegante hacendado que había estudiado en Oxford y que muere dos años más tarde en un duelo, antes de cumplir los treinta años» pero con la satisfacción de la interrupción cumplida. Y he pensado en cómo, aunque no sean conscientes, todos los poetas temen al hombre que vino de Porlock.

Sobre la locura. Leo que había «una mujer, en Trenton, que era descendiente de Federico Nietzsche. Entraba y salía de las clínicas psiquiátricas y hablaba con fluidez el alemán del siglo XIX. A veces tenía que fingir no ser descendiente de Federico Nietzsche para vivir algunos meses en libertad condicional».

domingo, 3 de julio de 2016

Las ciudades, tan llenas de situaciones, y ella no es ella.



Dice mi vecina checa que cuando ve a una pareja, se imagina a sus miembros en la cama, desnudos. Que esa es su ficción favorita, y que no lo puede evitar. Cree haberse imaginado así a casi todas las parejas que se encuentra a diario en la estación. Y que aunque eso le produce cierta cercanía, luego es incapaz de mirarlos a la cara cuando se sienta frente a ellos en el metro. También me ha estado contando que se ha apuntado a clases de teatro, y que a veces se inventa los guiones y dice cosas comprometidas, porque mientras interpreta, es ella pero no es ella. Entonces me la he imaginado en el escenario, desnuda, porque a veces me la imagino desnuda, sólo con un pañuelo al cuello, tratando de desconcertar a los otros intérpretes, si ya de por sí no se encontraban desconcertados al verla allí sólo con un pañuelo al cuello recitando a Baudelaire. Ha sido una imagen momentánea, porque luego me ha contado que una de sus compañeras de reparto se había apuntado a las clases para interpretar el orgasmo, y hacerlo utilizando el método: llegar al orgasmo interpretando el orgasmo. Antes de irse a su casa, me ha estado hablando de su familia. De cuando los alemanes entraron en los Sudetes. Y que le pasa un poco como a Herta Müller, que siempre quiso ser capaz de impedir que su abuelo, «incluso a posteriori, se convirtiera en soldado de las SS».

domingo, 27 de marzo de 2016

A unos minutos de Marienbad




También yo quiero atravesar corriendo los pasillos del Louvre. Aunque ahora estoy lejos. No en París, sino en Praga, y siempre que vuelvo a Praga, atravieso corriendo alguno de los puentes sobre el Moldava. Ayer por la tarde, mientras cruzaba a la carrera uno de ellos, vi como unos jóvenes nadaban en el río; todos nadaban crawl; salvo el ahogado, que hacía lo que podía.

En el hotel he estado leyendo Marienbad eléctrico, de Vila-Matas. Porque siempre que viajo me llevo varios libros en la maleta, aunque sólo sea para sentirme un poco más seguro. En el libro he leído una frase de Michel Leiris: «Exponerme cada vez que escribo, el deseo de exponerme en todas las acepciones del término». Y he pensado en eso: en exponerse, y en las veces que me he expuesto; en las veces que me he lanzado a nadar al río Moldava; en las veces que, una vez ya en el agua, he tratado de nadar crawl y he acabado haciendo lo que podía.

Parece ser que en nueve minutos y cuarenta y tres segundos, Arthur, Odile y Franz visitaron a la carrera el museo del Louvre, batiendo el récord de Jimmy Johnson, de San Francisco. 

¿Por qué se escribe? En los hoteles me siento feliz. En este de Praga ya me conocen de otras veces, siempre atravieso corriendo el hall del hotel. A la pregunta no sé responder porque siempre he optado por la renuncia, y renunciar es decir no, pero un no a todo; dejar de hacer, dejar de repetir, pero teniendo en cuenta que «si no se hace, hagámoslo». Puede que escribir sea como beber, y hacerlo constantemente sea como beber constantemente. He leído en Magma, de Lars Iyer, el caso de W., que he asociado de manera automática a la escritura. «W. es un bebedor estable. Lo aprendió de los bebedores polacos, que comienzan lentamente y continúan lentamente durante toda la noche».