viernes, 26 de agosto de 2016

La adicción de Melville



Me he levantado temprano. Siempre he querido vivir cerca del mar. Hace años viví cerca del agua negra de un pantano. Cada mañana pasaba por la carretera que lo bordeaba. Las carreteras próximas a los pantanos son estrechas, invitando a la caída accidental. Siempre, aunque allá abajo no se aprecie el agua negra y quieta, se va bordeando algo. Me he levantado temprano y he continuado leyendo Los excluidos, de Elfriede Jelinek. «En primer lugar, Anna desprecia a las personas que tienen casa propia, coche y familia, y, en segundo lugar, a todos los demás». Eso es lo primero que he leído esta mañana antes de pensar en el mar. Porque una vez fui ballenero. 

Ha pasado ya bastante tiempo desde el momento en el que cada mañana recorría aquella carretera de tintes delictivos. En ese tiempo he ido acercándome cada vez más a la costa, pareciéndome, como escribe Fleur Jaeggy, a Joseph Brodsky, «que no podía evitar vivir en lugares de agua, como un marino». Y como Anna, he empezado, en primer lugar, a despreciar a todos aquellos que viven lejos del mar, y, en segundo lugar, y con más intensidad, a todos aquellos que viven todavía más cerca que yo del mar.

Leo que cuando está borracho Steve dice que Moby Dick es una novela sobre la cocaína. Una metáfora fantástica de los efectos de la adicción.

Al poco de levantarme he salido a la calle a comprar pan o a arponear una ballena. Escribe Piglia que todo lo que sabe sobre el arte de la pesca lo aprendió leyendo a Melville. En mi caso incluiría también a Tabucchi en esta lista de maestros. Pensando en ello he bajado por Vía Layetana en bicicleta hasta el puerto. Porque los puertos, para los marinos, son el vestíbulo de nuestra casa. Los puertos, continuando con Piglia, «alimentan la ilusión de que es posible cambiar de vida, pero es muy difícil cambiar de vida». Y puede que no se cambie de vida pero alguna vez he conocido a balleneros que pierden las ganas de arponear. Que aparcan su bicicleta en el muelle y se sientan a ver llegar los barcos.

miércoles, 24 de agosto de 2016

Temen los poetas al hombre que vino de Porlock


No estaba haciendo nada. A veces no hago nada. Entonces ha bajado mi vecina checa para decirme que los grandes poetas siempre se han dejado caer en esa locura, en ese caos que para ellos es su derecho al desorden. Y viniendo como venía de no hacer nada, no sé cómo he recordado lo que una vez escribió Artaud, que «es grave advertir que después del orden de este mundo hay otro orden». Después de leerme unos versos del libro que traía, y antes de irse, me ha dicho que la gente no entenderá jamás la poesía porque jamás aceptará la locura, que es, en resumen, la forma más bella del derecho a marcharse.

He estado leyendo en Encuentro en Saint-Nazaire, de Piglia, sobre el hombre que llegó de Porlock e interrumpió a Coleridge mientras escribía el poema Kubla Khan. Al parecer, en pleno proceso creativo, de golpe, al llegar a la línea fourty-five, Coleridge oyó «unas voces y risas y la puerta del cuarto se abrió… y todo se perdió para siempre». Cuenta Piglia que para algunos ese hombre provenía de Porlock pero para otros era un tal «Somerset Porlock, un elegante hacendado que había estudiado en Oxford y que muere dos años más tarde en un duelo, antes de cumplir los treinta años» pero con la satisfacción de la interrupción cumplida. Y he pensado en cómo, aunque no sean conscientes, todos los poetas temen al hombre que vino de Porlock.

Sobre la locura. Leo que había «una mujer, en Trenton, que era descendiente de Federico Nietzsche. Entraba y salía de las clínicas psiquiátricas y hablaba con fluidez el alemán del siglo XIX. A veces tenía que fingir no ser descendiente de Federico Nietzsche para vivir algunos meses en libertad condicional».