Me he
levantado temprano. Siempre he querido vivir cerca del mar. Hace años viví
cerca del agua negra de un pantano. Cada mañana pasaba por la carretera que lo
bordeaba. Las carreteras próximas a los pantanos son estrechas, invitando a la
caída accidental. Siempre, aunque allá abajo no se aprecie el agua negra y
quieta, se va bordeando algo. Me he levantado temprano y he continuado leyendo
Los excluidos, de Elfriede Jelinek. «En primer lugar, Anna desprecia a las
personas que tienen casa propia, coche y familia, y, en segundo lugar, a todos
los demás». Eso es lo primero que he leído esta mañana antes de pensar en el
mar. Porque una vez fui ballenero.
Ha
pasado ya bastante tiempo desde el momento en el que cada mañana recorría
aquella carretera de tintes delictivos. En ese tiempo he ido acercándome cada
vez más a la costa, pareciéndome, como escribe Fleur Jaeggy, a Joseph Brodsky,
«que no podía evitar vivir en lugares de agua, como un marino». Y como Anna, he
empezado, en primer lugar, a despreciar a todos aquellos que viven lejos del
mar, y, en segundo lugar, y con más intensidad, a todos aquellos que viven
todavía más cerca que yo del mar.
Leo que
cuando está borracho Steve dice que Moby Dick es una novela sobre la cocaína.
Una metáfora fantástica de los efectos de la adicción.
Al poco
de levantarme he salido a la calle a comprar pan o a arponear una ballena.
Escribe Piglia que todo lo que sabe sobre el arte de la pesca lo aprendió leyendo
a Melville. En mi caso incluiría también a Tabucchi en esta lista de maestros.
Pensando en ello he bajado por Vía Layetana en bicicleta hasta el puerto.
Porque los puertos, para los marinos, son el vestíbulo de nuestra casa. Los
puertos, continuando con Piglia, «alimentan la ilusión de que es posible
cambiar de vida, pero es muy difícil cambiar de vida». Y puede que no se cambie
de vida pero alguna vez he conocido a balleneros que pierden las ganas de
arponear. Que aparcan su bicicleta en el muelle y se sientan a ver llegar los
barcos.