sábado, 29 de julio de 2017

Cuando la muerte te toca de lejos parece otra (II)



He llegado tarde a casa esta noche. Cuando llego tarde me cuesta dormir. He leído en un cuento de Lydia Davis que hay cosas muriéndose todo el tiempo. Luego he ido a la cocina, he abierto un armario y he visto varios recipientes con diferentes tipos de sal. Después he recordado, porque siempre relaciono ideas, que hay quien hace eso, que mete la sal en botecitos, como si tuviera en la repisa un trocito de mar muerto.

Por la mañana he cogido el tren. He estado pensando en mi vecina checa cuando anoche me dijo que a veces se siente en la periferia, alejada de todos. Pero que un día eligió la poesía y no el Moldava y todos sus ahogados. Luego he pensado en lo que escribe Quignard, que en la Roma antigua había un rito oscuro que consistía en el lanzamiento anual, por parte de las vestales, de los hombres de junco a las aguas del Tíber. Y que «los ahogados eran los más inquietantes de todos los muertos, ya que no se daba jamás con sus cuerpos y deshonraban poco a poco, y una tras otra, a las familias. Estas deshonras se iban sumando e infectaban la ciudad. El acceso a los infiernos estaba prohibido para la ciudad eterna». Y que, entonces, los antiguos romanos, para protegerse del rencor de los ahogados, ahogaban simulacros de hombres: los argei.

En el tren, de vuelta, ya al anochecer, he cerrado los ojos y me he hecho un rato el muerto. Otro pasajero se ha acercado a mí y me ha dicho que, por favor, reconsiderara mi arte.