domingo, 17 de septiembre de 2017

Hemingway cogió su fusil


Hemingway, después del balazo, pensó que aquello tenía una estructura determinada, pues nada es casual y todo está en función de algo; que incluso su agujero, con todas esas gotitas y regueros que se habían creado a su alrededor, tenía la forma pantanosa de un cañaveral. Y siguió pensando que podría escribir un cuento donde cada herida tuviera la forma de un lugar, y al encontrar ese lugar uno no pudiera más que despedirse. Y que su cuento empezaría así: «Hace frío esta mañana pero yo no soy Kafka». Quería ponerse a escribir porque un balazo es parecido a una de esas personas de los libros de Fresán: «personas que incluso pueden llegar a quemar dentro de tu cabeza la primera novela que nunca llegaste a escribir». Y algo así notaba: que le surgían muchas ideas, una tras otra, y, a la vez, también la sensación que esas ideas por algún lugar se le escapaban.   

Ha hecho un poco de frío esta mañana. Pero yo no soy Kafka. Ha sido después de coger el fusil y después del balazo que me he quedado un rato tumbado sobre la cama, sobre mi espalda rígida, mirando la pared que ahora parecía un cuadro de Pollock y tratando de encontrar la medida del mundo, o de la vida. Algo que resulta imposible. Incluso un gin tonic no tiene una medida exacta; está lleno de imprecisiones. Ya puedes pensar e imaginar lo lejano que al final lo que duele, lo que desvela, lo que mata, es lo que está más cerca. No es por tanto el tiempo, sino la distancia. Por eso me gusta viajar, y hacerlo constantemente. Y también leer, y hacerlo también constantemente. Porque viajar y leer están relacionados. Entonces he cogido el libro de la mesita y me he puesto a leer, a distanciarme. Leo que «conoció a un repartidor de flores al que, en la Sesenta y nueve con Lexington, le cayó encima un suicida». He imaginado que la forma de la herida del repartidor de flores sería la de un gran desierto: un territorio extenso sin vegetación. Porque la muerte puede tener esas metáforas.   

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