domingo, 14 de octubre de 2018

¿Tienes tú un antiguo amor donde caerte muerto?



Además de recopilar teorías sobre la muerte, anoto todas las frases que podría haber escrito y no escribió Scott Fitzgerald. Esta es de Bolaño: «Todos tenemos un antiguo amor del que hablar cuando ya nada se puede decir y está amaneciendo». En esta frase he encontrado un momento de belleza, porque encuentro la belleza en cualquier arte, en cualquier parte; aunque alterno estos momentos con momentos de autocensura, porque las cosas se rompen y estoy algo confuso. Esta mañana, al pedir un café, el camarero me ha parecido Lobo Antunes. Llevo tiempo así: también todos los señores con gafitas me parecen Pessoa. Esta noche empezaré a leer Teoría del ascensor, de Sergio Chejfec. Hace casi un año que lo tengo pendiente. Me reservo libros que sé que son buenos para momentos determinados, como precaución por si un día se acaban. Aunque en el fondo, lo que yo querría es escribir sobre la muerte durante tres días seguidos, salir al balcón, respirar profundamente y esperar ahí fuera para elegir el momento. Pero esos momentos no son de belleza, no forman parte de ningún arte. Tampoco la novia vestida de novia que veo a veces en un bar, llorando, forma parte de ningún arte. Porque para el arte se ha inventado un contexto. También para la escritura. Salir fuera de ese contexto anula su valor. Y vi a esa novia el otro día, bebiendo mucho, sabiéndose anulada, como si en poco tiempo hubiera sufrido más de un desengaño. Y como escribe Luigi Amara, «en la calle, en la vida diaria, el encuentro fortuito con el arte —con el arte desnudo— suele pasar inadvertido». Por eso voy a empezar a escribir, y lo haré durante tres días seguidos, algo que comience así: ‘Morí hace tiempo: es hora que me vaya dando cuenta. En lo que fue mi vida sólo terminé de leer un libro: Pedro Páramo, de Rulfo, y era evidente que ahí todos estaban muertos’. Voy a precisar más: ‘Morí a mediados de los setenta: me fui como si nada. No hice otra cosa que lo mismo que el señor Wakelfield, de Hawthorne: me fui aquí a lado, a la calle de enfrente, al otro barrio’.  

miércoles, 15 de agosto de 2018

Frankenstein o el moderno Prometeo



Me he levantado temprano esta mañana. Estos días he estado leyendo Frankenstein o el moderno Prometeo, de Shelley. También el otro día leí que relacionar constantemente ideas, situaciones, es una enfermedad. Me ocurre siempre. Aunque lo que tengo es el Mal de Montano. Luego escribo cosas sueltas y ya se me pasa. 

Frankenstein es un libro sobre la culpa: el gran monstruo universal. Y que el miedo al progreso científico no es relevante. Si un día se dejara de avanzar, de progresar, de inventar cosas, y se dejará así, en seco, la culpa seguiría ahí: los monstruos siempre siguen ahí.

Llegué al libro de Shelley desde Marx y desde el mito de Prometeo, y de cómo este robó el fuego a los dioses cogiéndolo del carro de Helios para devolvérselo a los hombres en el tallo de una cañaheja. Así empieza el desarrollo civilizatorio de la humanidad. Prometeo es castigado por Zeus y encadenado a una roca mientras un águila le devora constantemente el hígado. Heracles libera a Prometeo que tendrá que llevar siempre un anillo forjado del hierro de la cadena, convirtiéndose así el castigo en algo simbólico. También en el mito, Prometeo es el creador que forma a los hombres del barro inculcándoles el alma con el fuego divino. 

Como siempre me levanto cuando suena el despertador y voy siempre con las prisas de perder algo, no presto atención a nada. Hoy me he dado cuenta que los amaneceres tienen el sosiego de un cadáver.

En el mismo año en el que Shelley publicó Frankenstein nació Marx, el Prometeo de Tréveris. Por lo que se puede decir que, para muchos, ese año nació el Monstruo.
Escribe Shelley: «Lo que estimáis es el linaje antiguo, unido a la riqueza. Un hombre puede ser respetado con solo una de esas ventajas; pero si no tiene ninguna es considerado un esclavo condenado a gastar sus fuerzas en provecho de unos pocos elegidos»

Hay un momento en el que el Monstruo se da cuenta que carece de una historia personal, que toda su «vida pasada no era ahora sino tiniebla, un ciego vacío en el que no distinguía nada. ¿Qué era yo?» Entonces he seguido relacionando. En Blade Runner, Eldon Tyrrell, el creador de los Nexus 6,  dice sobre el implante de recuerdos en los replicantes: «Si les obsequiamos con un pasado creamos un apoyo para sus emociones y, consecuentemente, podemos controlarlos mejor».

He estado almorzando fuera. Como no había casi nadie en la cafetería, he estado leyendo un rato. También me he mordido la lengua. Morderse la lengua a primera hora de la mañana es como un despertar.

En Remando al viento, Mary Shelley lo sabe, que no puede quitarse al monstruo de la cabeza, que las cosas pasan por dentro y que, por lo general, ahí suelen quedarse. Es como el médico de El corazón de las tinieblas, de Conrad, que mide los cráneos de los que parten hacia allá, aunque no sirve de nada: «Nunca los vuelvo a ver, comentó, además, los cambios se producen en el interior, sabe usted»

sábado, 21 de abril de 2018

Los ingrávidos



El otro día, cuando en un bar vi a una novia vestida de novia sentada en una silla, descalza, que lloraba, me acerqué para decirle que no importaba si estaba confundida, que yo también suelo confundirlo todo: sobrio con ebrio, puente con túnel, ceja con pestaña; y que cuando voy con alguien por la calle me distraigo al cruzar, aunque siempre me acaban salvando la vida. La novia vestida de novia me dijo que la noche anterior había muerto su hermana, de un coágulo. La situación me parecía un poco rara por lo que le dije también lo más raro que se me ocurrió, que estaba escribiendo un Manifiesto sobre el desamor pero que además me dedicaba a recopilar diferentes teorías sobre la muerte. Mientras le decía eso me fijé que la novia bebía mucho, como si en poco tiempo hubiera sufrido ya más de un desengaño. 
Leo en el libro de Valeria Luiselli, Los ingrávidos, cómo el poeta Gilberto Owen comenta que hay muchas muertes a lo largo de una vida, y que la mayoría de las personas no reparan en eso. Escribe Valeria Luiselli que Owen empezó a morir en Manhattan, y que sólo él lo percibía: la gente está tan ocupada con su vida que no se da cuenta de esas pequeñas muertes. «Yo me daba cuenta porque después de cada muerte me daba fiebre y perdía peso». Owen se pesaba todos los días en el metro para ver si el día anterior se había muerto. «Había una báscula en la estación de la calle 116, que le devolvía la certeza de que se estaba desintegrando».
Anoche, mientras leía el libro de Valeria Luiselli, la hermana de la novia, al parecer, moría coagulada. Pensé en eso cuando le dije que, según Gilberto Owen, la gente que sufre una de esas pequeñas muertes, de todas las que se sufren a lo largo de una vida, deja un fantasma de sí mismo por ahí, «y luego siguen viviendo, original y fantasma, cada uno por su cuenta». Me contó que su novio, al que yo imaginé en algún lugar vestido de novio, tomaba pastillas para desconocerse, y que hasta su psicólogo lo había abandonado. Un día le dijo que no podía seguir acudiendo a su despacho, y que si estaba convencido de que la cordura, su cordura, no había resultado contagiosa, no podía decir lo mismo de la locura, que parecía reproducirse constantemente en esa sala; entonces, su novio puso cara de loco, se levantó del sillón y le dio la mano por última vez a su psicólogo para, seguidamente, salir por la ventana.



domingo, 15 de abril de 2018

Bajo el volcán



El cónsul, de Lowry, a la llegada a Tomalín entra en una taberna de nombre Todos Contentos y Yo También. Y cuando miran al cielo, tanto él como Hugh, por encima de sus cabezas, «los buitres, que sólo esperan la ratificación de la muerte». También en Segundo libro de crónicas, Lobo Antunes escribe que en la calle Cláudio Nunes, por donde se encaminan los entierros hacia el cementerio, hay una taberna llamada A La Vuelta Aquí Os Espero. El otro día, mientras llovía, entré en un bar y vi a una novia vestida de novia sentada en una silla, descalza, y lloraba. Tenía unos pies bonitos y unas uñas pintadas de rojo, casi granate, como sangre coagulada. Sé que a partir de ahora relacionaré las tabernas con la muerte y con el desamor. Aunque siempre estaré del lado del desamor: soy de los que si dicen te quiero, de inmediato tratan de aclararlo.

El cónsul, de Lowry, bebe whisky irlandés sin reparos y comenta que los mayas habían progresado mucho en la observación astronómica pero no sospechaban de la existencia del sistema copernicano, y que una de las primeras penitencias que se impuso fue aprender la sección filosófica de Guerra y Paz. Y mientras dice que «nadie podía conocer los peligros, las complicaciones, la importancia de la vida de un borracho», se da cuenta que lo único que recordaba de todo el libro era que Napoleón tenía espasmos en una pierna.

El cónsul, de Lowry, llega a su final, que es el final previsto. Porque el cónsul se va dejando y la muerte es sólo eso, dejarse ir un poco más allá. Y así termina el libro: «Alguien tiró tras él un perro muerto en la barranca». También Malcolm Lowry acabó tirado en un barranco en los márgenes, muerto; y muerto, aparentemente, intoxicado de alcohol y pastillas, algunos sugieren que asesinado por su mujer; el juez dictaminó, «muerte por desventura».


sábado, 31 de marzo de 2018

Good bye, Lennin!




Me ha dicho mi vecina checa que ella aprendió a leer leyendo a Hrabal, a Kafka, a Hasek, mientras que su madre bebía ginebra leyendo a Rilke. Pero que fue su madre la que la llevó a la literatura en el tiempo que el bloque soviético se venía abajo. Y que su madre odiaba a Brodsky. Decía que si no podías fiarte de una persona, no podías fiarte de lo que había escrito. Le he dicho que su madre quizás se equivocaba. Después he ido a buscar unas cervezas porque estábamos viendo una etapa en diferido del Tour de Flandes. Entonces me ha dicho que lo mismo que su madre la acercó a la literatura, también la había llevado a sentirse siempre sola; que por las noches, mientras lee, evita leer a Rilke, porque sabe que Rilke la empujará a beber un vino seco que la dejará seca. Y que la poesía no es suficiente, que por dentro todo se le mueve; que a veces piensa en irse a su país, y que sólo cuando está bebiendo o follando parece que se le pasa, pero que luego vuelve. He abierto otra cerveza y ella ha empezado a decirme que sólo una vez, en su país, se fue a la cama con una chica. Recuerda que tenía los pechos pequeños y muy blancos, y que empezó chupárselos mientras que la otra chica tiraba la cabeza hacia atrás, y entonces ella seguía con más intensidad, como si el echar la cabeza hacia atrás significase que todo iba bien, que aquella noche ninguna de las dos iba a sentirse sola.