sábado, 21 de abril de 2018

Los ingrávidos



El otro día, cuando en un bar vi a una novia vestida de novia sentada en una silla, descalza, que lloraba, me acerqué para decirle que no importaba si estaba confundida, que yo también suelo confundirlo todo: sobrio con ebrio, puente con túnel, ceja con pestaña; y que cuando voy con alguien por la calle me distraigo al cruzar, aunque siempre me acaban salvando la vida. La novia vestida de novia me dijo que la noche anterior había muerto su hermana, de un coágulo. La situación me parecía un poco rara por lo que le dije también lo más raro que se me ocurrió, que estaba escribiendo un Manifiesto sobre el desamor pero que además me dedicaba a recopilar diferentes teorías sobre la muerte. Mientras le decía eso me fijé que la novia bebía mucho, como si en poco tiempo hubiera sufrido ya más de un desengaño. 
Leo en el libro de Valeria Luiselli, Los ingrávidos, cómo el poeta Gilberto Owen comenta que hay muchas muertes a lo largo de una vida, y que la mayoría de las personas no reparan en eso. Escribe Valeria Luiselli que Owen empezó a morir en Manhattan, y que sólo él lo percibía: la gente está tan ocupada con su vida que no se da cuenta de esas pequeñas muertes. «Yo me daba cuenta porque después de cada muerte me daba fiebre y perdía peso». Owen se pesaba todos los días en el metro para ver si el día anterior se había muerto. «Había una báscula en la estación de la calle 116, que le devolvía la certeza de que se estaba desintegrando».
Anoche, mientras leía el libro de Valeria Luiselli, la hermana de la novia, al parecer, moría coagulada. Pensé en eso cuando le dije que, según Gilberto Owen, la gente que sufre una de esas pequeñas muertes, de todas las que se sufren a lo largo de una vida, deja un fantasma de sí mismo por ahí, «y luego siguen viviendo, original y fantasma, cada uno por su cuenta». Me contó que su novio, al que yo imaginé en algún lugar vestido de novio, tomaba pastillas para desconocerse, y que hasta su psicólogo lo había abandonado. Un día le dijo que no podía seguir acudiendo a su despacho, y que si estaba convencido de que la cordura, su cordura, no había resultado contagiosa, no podía decir lo mismo de la locura, que parecía reproducirse constantemente en esa sala; entonces, su novio puso cara de loco, se levantó del sillón y le dio la mano por última vez a su psicólogo para, seguidamente, salir por la ventana.



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